Cada vez que veo al padre Francisco De Roux pienso que la vida debe sentirse orgullosa de su existencia. Es como si a él le hubieran construido el alma con miles, millones de átomos de fortaleza, de bondad y serenidad. Francisco, Pacho, el hombre que nunca se cansará de buscar verdad para construir paz, es como diría Serrat, “menudo como el viento”, y un roble en humildad y sabiduría, en resistencia y humanismo.
El 16 de agosto él -presidente de la Comisión de la Verdad- y los comisionados Lucía González y Leyner Palacios, asistieron a un encuentro con el expresidente Álvaro Uribe, el político más tristemente poderoso de nuestro país. Fue un encuentro entre la verdad y la falacia, entre la humildad de la grandeza y la vanidad del terrateniente. Podemos darle múltiples lecturas, pero fue, por encima de todo, un encuentro necesario.
La primera tentación es quedarnos anclados a las cosas que nos indignaron: la locación de “sigo siendo el rey”, la insólita mezcla de insultos y relinchos, la misoginia, la mesa dominante, el cinismo que le apuntó transversalmente a todos los sentidos posibles. Aceptemos que la puesta en escena fue siniestra. Pero a estas alturas uno tiene la obligación de no quedarse en las obviedades, sacudirse las piedras y llegar al fondo de las cosas.
Por definición y por razón de ser la Comisión de la Verdad tiene que oír a los protagonistas del conflicto armado en Colombia; a las víctimas y a los victimarios físicos e intelectuales, recoger testimonios, contrastar versiones y armar el rompecabezas de nuestra historia reciente, con todos sus dolores y crueldades, sus mutilaciones físicas y emocionales. La Comisión de la Verdad oye a las personas como son, no como quisiéramos que fueran, y hay sujetos tan desprovistos de autocrítica, que ni siquiera un contacto con la bondad extrema los lleva a aliviar su espíritu y quitarse su escafandra de violencia.
Somos un pueblo que trata de sobreponerse a 60 años de estrés pre, trans y posttraumático. Nunca será fácil oírnos y reconocernos, sobre todo cuando algunos interlocutores menosprecian la realidad, la memoria y hasta la vida misma. Si la verdad duele, la mentira mata.
Aceptémoslo: hemos sido actores y secuelas de la guerra. Sabemos lo que significa tener la frente en alto, el corazón roto y la confianza en cuidados intensivos. Así nunca hayamos empuñado un arma, llevamos décadas de emociones difíciles, palabras duras, indiferencias acumuladas y violentas. Para evolucionar necesitamos comprender que, entre el error y el horror no hay dos letras sino 9 millones de víctimas, y que en el “culpómetro” colombiano casi todos tenemos participación. La negación ya no tiene cabida.
¿Qué nos queda en este cruce de coordenadas entre perdón y venganza, entre los fantasmas que fuimos y los que seremos? Nos queda la obligación moral de blindar las instancias que nacieron del Acuerdo de Paz, desarrollar una comprensión que trascienda lo obvio y consolidarnos por la no violencia, con una persistencia a prueba de sofismas, de embustes y mordazas.
Y decirle a Pacho De Roux y sus comisionados, a la JEP y los magistrados, a las víctimas y a los firmantes de paz, que cuentan con nosotros. No vamos a tragar entero; una cosa es hablar en clave de reconciliación y otra, aceptar la propuesta de una amnistía general (prohibida por el Estatuto de Roma), planteada -cuando le conviene- por el más energúmeno opositor a la justicia transicional.
El miedo nos marcó el pasado; llegó la hora de que la verdad nos trace el futuro.
Cada vez que veo al padre Francisco De Roux pienso que la vida debe sentirse orgullosa de su existencia. Es como si a él le hubieran construido el alma con miles, millones de átomos de fortaleza, de bondad y serenidad. Francisco, Pacho, el hombre que nunca se cansará de buscar verdad para construir paz, es como diría Serrat, “menudo como el viento”, y un roble en humildad y sabiduría, en resistencia y humanismo.
El 16 de agosto él -presidente de la Comisión de la Verdad- y los comisionados Lucía González y Leyner Palacios, asistieron a un encuentro con el expresidente Álvaro Uribe, el político más tristemente poderoso de nuestro país. Fue un encuentro entre la verdad y la falacia, entre la humildad de la grandeza y la vanidad del terrateniente. Podemos darle múltiples lecturas, pero fue, por encima de todo, un encuentro necesario.
La primera tentación es quedarnos anclados a las cosas que nos indignaron: la locación de “sigo siendo el rey”, la insólita mezcla de insultos y relinchos, la misoginia, la mesa dominante, el cinismo que le apuntó transversalmente a todos los sentidos posibles. Aceptemos que la puesta en escena fue siniestra. Pero a estas alturas uno tiene la obligación de no quedarse en las obviedades, sacudirse las piedras y llegar al fondo de las cosas.
Por definición y por razón de ser la Comisión de la Verdad tiene que oír a los protagonistas del conflicto armado en Colombia; a las víctimas y a los victimarios físicos e intelectuales, recoger testimonios, contrastar versiones y armar el rompecabezas de nuestra historia reciente, con todos sus dolores y crueldades, sus mutilaciones físicas y emocionales. La Comisión de la Verdad oye a las personas como son, no como quisiéramos que fueran, y hay sujetos tan desprovistos de autocrítica, que ni siquiera un contacto con la bondad extrema los lleva a aliviar su espíritu y quitarse su escafandra de violencia.
Somos un pueblo que trata de sobreponerse a 60 años de estrés pre, trans y posttraumático. Nunca será fácil oírnos y reconocernos, sobre todo cuando algunos interlocutores menosprecian la realidad, la memoria y hasta la vida misma. Si la verdad duele, la mentira mata.
Aceptémoslo: hemos sido actores y secuelas de la guerra. Sabemos lo que significa tener la frente en alto, el corazón roto y la confianza en cuidados intensivos. Así nunca hayamos empuñado un arma, llevamos décadas de emociones difíciles, palabras duras, indiferencias acumuladas y violentas. Para evolucionar necesitamos comprender que, entre el error y el horror no hay dos letras sino 9 millones de víctimas, y que en el “culpómetro” colombiano casi todos tenemos participación. La negación ya no tiene cabida.
¿Qué nos queda en este cruce de coordenadas entre perdón y venganza, entre los fantasmas que fuimos y los que seremos? Nos queda la obligación moral de blindar las instancias que nacieron del Acuerdo de Paz, desarrollar una comprensión que trascienda lo obvio y consolidarnos por la no violencia, con una persistencia a prueba de sofismas, de embustes y mordazas.
Y decirle a Pacho De Roux y sus comisionados, a la JEP y los magistrados, a las víctimas y a los firmantes de paz, que cuentan con nosotros. No vamos a tragar entero; una cosa es hablar en clave de reconciliación y otra, aceptar la propuesta de una amnistía general (prohibida por el Estatuto de Roma), planteada -cuando le conviene- por el más energúmeno opositor a la justicia transicional.
El miedo nos marcó el pasado; llegó la hora de que la verdad nos trace el futuro.