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El incremento de los cultivos ilícitos en Colombia, reportado recientemente por Naciones Unidas (ONU), solo puede ser calificado como un fracaso de Estado.
Preocupante el número de hectáreas respectivo en 2023, que alcanzó un máximo histórico, y aún más preocupante es que el récord resulta de una tendencia creciente de 10 años, solo frenada transitoriamente por la pandemia.
No olvidemos que en 2001 se trataba de cerca de 140 mil hectáreas. En 2013 se alcanzó un mínimo de 48 mil. Y entre 2013 y 2023 —ahora con 253 mil hectáreas—, la tasa de crecimiento anual promedio de los cultivos ilícitos fue 18 %. Imposible encontrar una expansión productiva agrícola similar.
Además del crecimiento del área sembrada, el informe de la ONU reporta que la productividad de esos cultivos se disparó. Matas más resistentes, mejores cadenas logísticas y el control territorial de los grupos ilegales han permitido un proceso de agroindustrialización con economías de escala que ya quisiera ver uno en el sector agrícola legal con control territorial del Estado, seguridad, asistencia técnica y buenas conexiones a los mercados.
Hoy la cantidad de cocaína que puede obtenerse de una hectárea de coca es el doble de la que se obtenía hace una década. La ilegalidad triunfa sobre las actividades económicas legales, no solo como fuente de ingreso para los habitantes de zonas afectadas por la pobreza y el conflicto armado, sino incluso en las cuentas de empleo de recursos productivos y productividad. Semejantes avances de los cultivos ilícitos, y por lo tanto de su oferta, coinciden con un panorama de deterioro en los precios de la coca en años recientes, aún en medio de una expansión de la demanda global. Colombia, por cierto, representa cerca de dos tercios de los cultivos de coca en el mundo.
Estos malos resultados recuerdan que los acuerdos de paz —alcanzados hace ocho años— deben orientar los esfuerzos para poner en marcha una estrategia de desarrollo productivo en las zonas más afectadas por la pobreza, el conflicto armado y los cultivos ilícitos. Para eso fueron identificadas las zonas PDET (Programas de desarrollo con enfoque territorial). Era claro desde entonces que la desmovilización sin implementación no llevaría a una paz estable y duradera. Podemos terminar, si no es que estamos ya allí, en una fase en la que por ausencia de implementación para atender los problemas de base del conflicto armado se esté retrocediendo incluso frente a los logros iniciales de la desmovilización. Nuevas formas de movilización armada y control territorial parecen estar en auge.
El fracaso es inaceptable. Debe retomarse la construcción de un consenso político sobre la verdadera implementación de una agenda de paz, en lugar de tanta polarización. Ese consenso es un pilar de la gobernabilidad del país. Se trata de política de Estado que va más allá de los rótulos de izquierda o derecha o de un gobierno en particular. Política que debe tener proyectos sociales y económicos acompañados por la seguridad de la fuerza pública. ¿Acaso no puede esto ser respaldado por todos los sectores políticos? Más claro hoy que nunca que sin acuerdos de paz en la clase política no habrá acuerdos de paz en los territorios.
*Exviceministro técnico de Hacienda y Crédito Público. Profesor titular de Economía de la Universidad Javeriana.