Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Mientras Estados Unidos y China anuncian que ampliarán su cooperación para reemplazar el uso de combustibles fósiles por energía limpia, el gobierno Biden planea subir de 25 a 100 % los aranceles sobre las importaciones de vehículos eléctricos chinos, como respuesta a las políticas exportadoras del país asiático. No puede ser más evidente la dificultad de alinear las agendas de las dos economías más grandes del mundo, o mejor, de los dos mayores contaminadores, como curiosamente lo dijo The Financial Times hace algunos días, sin pelos en la lengua.
Ambas economías son fundamentales en la transición energética del planeta. Ambas, sin embargo, tienen políticas industriales que se traducen en disputas comerciales. Estados Unidos busca ampliar su capacidad productiva en los sectores relacionados con la transición energética; ejemplo claro de ello es la ley de reducción de la inflación (Inflation Reduction Act), aprobada en 2022. China tiene la estrategia, por su parte, de expandir la demanda mundial por sus exportaciones manufactureras, que incluyen paneles solares, turbinas eólicas, baterías y vehículos eléctricos. Aunque actualmente la ventaja comparativa está del lado chino con la producción barata de esos bienes, Estados Unidos no parece estar dispuesto a ceder terreno esta vez, como ocurrió con otras industrias manufactureras durante la expansión china que arrancó a mediados de los años noventa.
En medio de los desacuerdos de política doméstica, la política industrial, ligada a la protección de empresas y empleos en Estados Unidos, se ha convertido en uno de los temas de mayor claridad en la agenda bipartidista norteamericana. De hecho, con el aumento de aranceles, Biden les daría continuidad a medidas elaboradas en la “guerra comercial” de Trump. Tema interesante para la próxima contienda presidencial.
La competencia Estados Unidos-China está sin duda mejor definida que su cooperación. Lamentable para la transición energética a escala global si esto, por ejemplo, ralentiza la transición energética en Estados Unidos.
En todo caso, hay que aprovechar las oportunidades emergentes para países como Colombia, que tienen escasas posibilidades de sustituir las importaciones de vehículos eléctricos o de equipos para la producción de energía limpia. La eventual sobreoferta china de esos bienes podría ser incorporada en nuestra primera etapa de la transición, que ciertamente debe estar enfocada en: 1) La reducción del consumo —y no de la producción— de combustibles fósiles, y 2) En la generación de nuevas capacidades para producir energía limpia, usando eficientemente la oferta nacional de recursos naturales (agua, viento y radiación solar). Esa incorporación, además, puede hacerse de la mano de firmas norteamericanas que están asimilando los desarrollos chinos y mejorándolos para la descarbonización.
Como lo deja claro un artículo del Carnegie Endowment for International Peace, la transición energética requiere pragmatismo por encima de las tensiones comerciales entre Washington y Pekín. En medio del duelo de titanes, ese pragmatismo debe orientar la hoja de ruta de la descarbonización de los países en desarrollo. Hoja de ruta que debe ganar mayor protagonismo en la agenda de las relaciones exteriores de Colombia y en la estrategia de desarrollo productivo, con un entorno favorable para la inversión extranjera directa y la concurrencia de recursos públicos y privados. En la región, Brasil y Chile nos están ganando en esa carrera.
*Exviceministro técnico de Hacienda y Crédito Público. Profesor titular de economía de la Universidad Javeriana.