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En algún libro estará mi poema a Proust. Está hecho a la sombra del espléndido poema de Álvaro Mutis, “Poema de Lástimas a la Muerte de Marcel Proust”, pero el mío, desde luego, ni se le acerca.
Mutis me daba miedo de niño, cuando él iba a mi casa, porque se reía durísimo y me despertaba. Estaba con mi viejo en la sala, tomándose sus ginebras. Y como era tan grandote…
Una vez me escribió, a propósito de unos poemas que le mandé a México, algo que nunca olvidé: “Ten siempre presente que escribir poesía es como manejar ácidos letales”. Con Mutis y muchos otros, estuvimos en Estocolmo recibiendo el premio Nobel que la academia sueca le concedió a García Márquez. Ya he referido muchas veces que a Mutis y a García Márquez los presentó mi papá. Mutis supo que mi viejo no conocía el mar y de inmediato lo subió a un avión y se fueron para Cartagena. García Márquez trabajaba allá, en El Universal.
Sin embargo, el amor eterno por Proust no se lo debo a Mutis. Sino al impar Bernardo Hoyos, él fue quien me dijo que lo leyera. Ahora lo veo, nos veo, a los dos, caminado por París, la única vez que he ido a esa ciudad. Nos acabamos de tomar varias botellas de beaujolais nouveau, que acaba de salir, y vamos medio ebrios, felices, del brazo, haciendo eses. Vamos, desde luego, camino del cementerio del padre Lachaise, a visitar la tumba de Proust.
Nos arrodillamos al llegar. Sobre la piedra oscura. Y lloramos unos segundos, en silencio. Estamos cumpliendo un designio íntimo, cerrando un círculo que gravitaba sobre nuestras cabezas y nuestras almas y nos había acercado durante cuarenta años de amistad heredada. Cerca siempre al fuego dulce de la prosa de Proust.
“Marcel, no se suponía que la oscuridad de tu recinto hermético, ni el dolor de tu corazón enamorado dubitando en angustias circulares, hicieran parte de mis sueños. No estaba previsto que tu tacto, ni tu olfato de sacerdote encerrado, cambiaran la composición de mis jardines y el mundo de mis colores…”
Sí, Proust… Y el París de la “belle epoque”.
Nunca encontré, en esta vida, un autor con la delicadeza y la sensibilidad de él. Nunca. Cómo escribía sobre una pintura flamenca, un torso de mármol, un paisaje, el llanto y el cuello de una mujer, la oscuridad y la angustia de los celos, las pausas de una conversación imborrable, el tiempo obsesiónate que fluye por la mente y deforma los recuerdos…
Nunca lo encontré. Ningún novelista de los últimos 200 años es más delicado que él, a mi entender. Flaubert, tan elogiado, a mí me resulta artificioso. Henry James, que tiene un gesto similar, un mismo ademán, no sufre el dolor, la enfermedad de sentir con esa exacerbación y con esa minuciosidad. Algo se acercarían, en el tipo de sensibilidad, un Marcel Schwob, un Gómez de la Serna, un Jules Laforgue. O un pasaje de alguna de las “Sonatas” de Valle-Inclán… Pero no más.
Son cosas personales, lo sé. Pero lo que me ha acompañado Proust en esta vida, no tiene nombre. Lo que lo he querido, lo que me ha entibiado las pestañas el haberlo leído durante años y años. En fin, he pensado en él. Y en Mutis. Y en Hoyos. Y en mi viejo…