Vi los primeros dos capítulos de la serie y quedé feliz.
El Macondo cinematográfico es como el que yo tenía en el corazón desde hacía 50 años. José Arcadio es José Arcadio, Úrsula es Úrsula, los hijos de ellos son los que yo llevaba en el recuerdo. Y Pilar Ternera y Melquiades, lo mismo. Y todos hablan como yo los había sentido hablar en mi mente, durante más de medio siglo. La luz de Macondo era así, los árboles eran así, la brisa era así, la selva era así, la ciénaga, el mar... Y todo era mío mientras veía los capítulos, todo me pertenecía, me era cercano, íntimo. Todo era suavemente colombiano y, al mismo tiempo, de cualquier lugar de este mundo.
Es decir, la visión de los directores –Laura Mora y Álex García López– es idéntica a la mía, a la que yo me había formado a lo largo de la vida y a través de muchas lecturas de la novela. Tengo claro que puede no ser así para otras personas, pero de pronto los temores de García Márquez acerca de hacer una película sobre su novela estarían conjurados. A lo mejor él estaría feliz también, o por lo menos tranquilo.
Aquel ámbito cromático y fructífero que en su concepción primera fue lingüístico, ahora es cinematográfico, es decir, auditivo y visual. Y se expandirá hasta llegar a más seres humanos en todo el planeta. Sobre todo a más niños y niñas, muchachos y muchachas, que ahora entrarán asombrados a un mundo de inmensa belleza que no sabían que existía y que acaso siempre los estuvo esperando. Y que les puede avivar la sensibilidad, acariciar los vellos de la piel.
Yo no creo que Cien años de soledad sea inferior en lo formal –en los elementos de expresión que la constituyen, en el lenguaje, por ejemplo, y en el uso renovador y poético que le da García Márquez–, ni en lo simbólico –en la hondura y la alucinante belleza de las circunstancias recreadas en una obra artística como reflejo de la experiencia humana–, no creo, decía, que sea inferior a La Odisea, a Don Quijote, a Hamlet o a La Divina Comedia.
Las reelaboraciones y recreaciones de obras como esas, de obras universales que surcan y surcan los siglos sin envejecer ni renguear, son muchas y se han producido en todas las artes. Es la posibilidad de volverlas a traer, en cada generación, a nuestra vida, a nuestra casa, a nuestra lucha diaria con el tiempo y con la muerte. Las obras intemporales de la creación artística son un tesoro por eso, porque nos ayudan a pelear contra la muerte, el olvido, la extinción…
Recordé, viendo la serie de Netflix, otro momento en el que un arte se vierte en otro, felizmente. Me refiero a la cinematografía de Pier Paolo Pasolini. Yo creo que esta recreación de Cien años de soledad es de esa estatura. Está tan bien concebida y realizada como El Decamerón, La pasión según San Mateo, Edipo rey y Las mil y una noches.
Tiene esa luz inasible, esa tesitura misteriosa de la luz, que va desenvolviendo el tiempo ante nuestros ojos como en un trance hipnótico.
Vi los primeros dos capítulos de la serie y quedé feliz.
El Macondo cinematográfico es como el que yo tenía en el corazón desde hacía 50 años. José Arcadio es José Arcadio, Úrsula es Úrsula, los hijos de ellos son los que yo llevaba en el recuerdo. Y Pilar Ternera y Melquiades, lo mismo. Y todos hablan como yo los había sentido hablar en mi mente, durante más de medio siglo. La luz de Macondo era así, los árboles eran así, la brisa era así, la selva era así, la ciénaga, el mar... Y todo era mío mientras veía los capítulos, todo me pertenecía, me era cercano, íntimo. Todo era suavemente colombiano y, al mismo tiempo, de cualquier lugar de este mundo.
Es decir, la visión de los directores –Laura Mora y Álex García López– es idéntica a la mía, a la que yo me había formado a lo largo de la vida y a través de muchas lecturas de la novela. Tengo claro que puede no ser así para otras personas, pero de pronto los temores de García Márquez acerca de hacer una película sobre su novela estarían conjurados. A lo mejor él estaría feliz también, o por lo menos tranquilo.
Aquel ámbito cromático y fructífero que en su concepción primera fue lingüístico, ahora es cinematográfico, es decir, auditivo y visual. Y se expandirá hasta llegar a más seres humanos en todo el planeta. Sobre todo a más niños y niñas, muchachos y muchachas, que ahora entrarán asombrados a un mundo de inmensa belleza que no sabían que existía y que acaso siempre los estuvo esperando. Y que les puede avivar la sensibilidad, acariciar los vellos de la piel.
Yo no creo que Cien años de soledad sea inferior en lo formal –en los elementos de expresión que la constituyen, en el lenguaje, por ejemplo, y en el uso renovador y poético que le da García Márquez–, ni en lo simbólico –en la hondura y la alucinante belleza de las circunstancias recreadas en una obra artística como reflejo de la experiencia humana–, no creo, decía, que sea inferior a La Odisea, a Don Quijote, a Hamlet o a La Divina Comedia.
Las reelaboraciones y recreaciones de obras como esas, de obras universales que surcan y surcan los siglos sin envejecer ni renguear, son muchas y se han producido en todas las artes. Es la posibilidad de volverlas a traer, en cada generación, a nuestra vida, a nuestra casa, a nuestra lucha diaria con el tiempo y con la muerte. Las obras intemporales de la creación artística son un tesoro por eso, porque nos ayudan a pelear contra la muerte, el olvido, la extinción…
Recordé, viendo la serie de Netflix, otro momento en el que un arte se vierte en otro, felizmente. Me refiero a la cinematografía de Pier Paolo Pasolini. Yo creo que esta recreación de Cien años de soledad es de esa estatura. Está tan bien concebida y realizada como El Decamerón, La pasión según San Mateo, Edipo rey y Las mil y una noches.
Tiene esa luz inasible, esa tesitura misteriosa de la luz, que va desenvolviendo el tiempo ante nuestros ojos como en un trance hipnótico.