La palabra fraternidad ya no tiene prestigio.
Los sentimientos fraternos ya parecen una cursilería. O quien dice tenerlos es de desconfiar. Algo se trae escondido, mucho ojo.
Tal vez los padres y las madres de la sociedad de hoy no quedan muy contentos o contentas si ven que sus hijos e hijas se inclinan a sentimientos como la fraternidad. Sería mejor que fueran unos ganadores. Es lo que la cultura nos ha impuesto. Que hablen el inglés mejor que el español y que de grandes sean presidentes de una compañía multinacional. Que tengan una carrera rutilante. ¿Para qué quiere uno un niño que mire a los otros niños como sus hermanos? ¿Se habrá visto? Es que un niño con sentimientos como la fraternidad, a ojos de muchos, es medio pendejo. Se lo va a devorar el mundo. Y no lo contrario, que él se devore al mundo como el ganador que hemos forjado.
De la fraternidad se desprenden palabras como la bondad, la solidaridad, la clemencia, la ternura. Todas palabras muy cursis hoy en día, palabras de gente tonta, de gente muy blanda, de mediocres. No se sabe cuál es peor.
Y así estamos, así nos luce el pelo, como decía mi mamá. Suena tremendista, pero este mundo de hoy se está acabando. Vamos mal, vamos camino al precipicio. ¿Cuánto le queda a la especie humana? ¿Unos 200 años? ¿500? No creo que 1.000, no parece.
En todos los niveles, desde la universidad hasta el jardín infantil, yo pondría clases de fraternidad. Ensayar a hacer actos fraternos por los otros, a ver qué pasa. O mejor, preparemos toda una generación de niños y niñas fraternales, a ver qué pasa. No imponerles a los niños y niñas que sean descollantes, sino más bien que sean amorosos. ¿Estoy diciendo una imbecilidad?
No imponerles a los niños y niñas que sean unos campeones, unos triunfadores, sino que sean dulces, sentimentales, más humanizados, más cercanos a lo que parece sernos natural -hay ejemplos de eso-, que es estar en comunidad y querer a los demás y estar preocupado por el bienestar de los demás. Hagámoslo, ensayémoslo, tal vez haya menos violencia y crueldad. Tal vez haya menos degradación humana. Tal vez construyamos comunidades más solidarias. Tal vez nos ganemos 500 años.
Se me dirá que estoy diciendo pendejadas, pero es que parece que esto de que los niños tengan que reventar a codazos a los otros niños y superarlos a como dé lugar, como tal currículum, no está funcionando para nada bien. Nuestras sociedades parecen enfermas, llagadas, atravesando un enorme desierto...
Como ya dije, sé que algunos pensarán que estoy diciendo puras fruslerías. Dirán: ¡yo qué sé cuándo se va a acabar el mundo! ¡que se acabe cuando se acabe! Aún me queda tiempo para pisotear un poco más a los demás, para engañar un poco más, para quebrar a golpes a unos pocos más. Si aquí de lo que se trata es de someter a los otros. ¡Hay que triunfar!
Como decía el ciego Borges, que sí veía bien el pasado y el porvenir: “es la historia de Caín, que sigue matando a Abel”.
La palabra fraternidad ya no tiene prestigio.
Los sentimientos fraternos ya parecen una cursilería. O quien dice tenerlos es de desconfiar. Algo se trae escondido, mucho ojo.
Tal vez los padres y las madres de la sociedad de hoy no quedan muy contentos o contentas si ven que sus hijos e hijas se inclinan a sentimientos como la fraternidad. Sería mejor que fueran unos ganadores. Es lo que la cultura nos ha impuesto. Que hablen el inglés mejor que el español y que de grandes sean presidentes de una compañía multinacional. Que tengan una carrera rutilante. ¿Para qué quiere uno un niño que mire a los otros niños como sus hermanos? ¿Se habrá visto? Es que un niño con sentimientos como la fraternidad, a ojos de muchos, es medio pendejo. Se lo va a devorar el mundo. Y no lo contrario, que él se devore al mundo como el ganador que hemos forjado.
De la fraternidad se desprenden palabras como la bondad, la solidaridad, la clemencia, la ternura. Todas palabras muy cursis hoy en día, palabras de gente tonta, de gente muy blanda, de mediocres. No se sabe cuál es peor.
Y así estamos, así nos luce el pelo, como decía mi mamá. Suena tremendista, pero este mundo de hoy se está acabando. Vamos mal, vamos camino al precipicio. ¿Cuánto le queda a la especie humana? ¿Unos 200 años? ¿500? No creo que 1.000, no parece.
En todos los niveles, desde la universidad hasta el jardín infantil, yo pondría clases de fraternidad. Ensayar a hacer actos fraternos por los otros, a ver qué pasa. O mejor, preparemos toda una generación de niños y niñas fraternales, a ver qué pasa. No imponerles a los niños y niñas que sean descollantes, sino más bien que sean amorosos. ¿Estoy diciendo una imbecilidad?
No imponerles a los niños y niñas que sean unos campeones, unos triunfadores, sino que sean dulces, sentimentales, más humanizados, más cercanos a lo que parece sernos natural -hay ejemplos de eso-, que es estar en comunidad y querer a los demás y estar preocupado por el bienestar de los demás. Hagámoslo, ensayémoslo, tal vez haya menos violencia y crueldad. Tal vez haya menos degradación humana. Tal vez construyamos comunidades más solidarias. Tal vez nos ganemos 500 años.
Se me dirá que estoy diciendo pendejadas, pero es que parece que esto de que los niños tengan que reventar a codazos a los otros niños y superarlos a como dé lugar, como tal currículum, no está funcionando para nada bien. Nuestras sociedades parecen enfermas, llagadas, atravesando un enorme desierto...
Como ya dije, sé que algunos pensarán que estoy diciendo puras fruslerías. Dirán: ¡yo qué sé cuándo se va a acabar el mundo! ¡que se acabe cuando se acabe! Aún me queda tiempo para pisotear un poco más a los demás, para engañar un poco más, para quebrar a golpes a unos pocos más. Si aquí de lo que se trata es de someter a los otros. ¡Hay que triunfar!
Como decía el ciego Borges, que sí veía bien el pasado y el porvenir: “es la historia de Caín, que sigue matando a Abel”.