Paul McCartney es acaso el más grande músico vivo del planeta. El de mayor trascendencia, el de mayor influencia en la cultura universal, el más grande creador entre los que aún están vivos.
Y vaya que los hay muy buenos y las hay muy buenas. En todos los géneros musicales. Para mí, no es inferior a Stravinski o a Rajmáninov o, yendo más atrás en los últimos cien años, a Ravel, Falla o Debussy. Se tiene la idea de que la llamada música clásica es, por definición, de una mayor categoría. Yo no creo que esto sea así. En cualquier género, un gran creador es aquel que nutre y aviva la cultura de una manera trascendental e inventa los átomos de la creación nueva, de los que nacen y se deprenden nuevos electrones, nuevas potencias creadoras.
Es más, para encontrar un caso de una persona que haya tenido tanta influencia en la cultura del mundo entero, en los últimos, digamos, 100 años, habría que echar mano de figuras como Picasso o Lorca. Como tal creador, como tal renovador, como tal transformador de los rasgos de la sociedad y la cultura, McCartney es, en mi opinión, de ese nivel.
Y vino a Bogotá la semana pasada y unas 40.000 personas lo vimos tocar sin parar, dos horas y media, canciones que llevamos en el pecho y en las manos y las pestañas hace más de medio siglo. Vino y las cantó todas en El Campín. A los 82 años. Uno oía Let it be, o Hey Jude, o Get Back, y ahí mismo entraba en un territorio psicológico, emocional, hondamente inconsciente, en el que se siente seguro, feliz, en casa. Son las canciones que casi toda la humanidad ha incorporado, con el paso de las décadas, a su biografía sentimental y personal.
Y entonces uno decía, a ver, pero no, es que el que inventó estas canciones no está sonando en un equipo de sonido, o en YouTube o en Spotify, no, ¡está aquí! ¡Delante de mí! Delante de todos y todas. ¡Mírenlo! ¡Está ahí! Cantando para nosotros. Esto de verdad está pasando, en mi país, en mi ciudad, en Bogotá. Aquí, con el aire frío y vitalizador, con la noche de mi ciudad y de mi vida, sí, aquí, está cantando Paul McCartney.
No es que lo oí en un escenario internacional, en un viaje que hice. No. Él vino a mi país, a mi ciudad, y tenía 82 años y seguía cantando y llenado de luz y de gracia y de ternura y de fuerza emocionante el mundo. Con sencillez, con certeza, con sensibilidad, con las manos creadoras de quien está inmensamente dotado, de quien es ya inmortal en la memoria y el corazón de millones de seres humanos. Aquí, en Bogotá.
Y una cosa muy emocionante fue ver a miles de muchachos y muchachas, de menos de 25 años, no solo felices viendo a McCartney, sino cantando todas sus canciones. Se las sabían todas. Son ya la generación que llevará a los Beatles y a John y a Paul a un nuevo mundo, a un nuevo concierto en las aristas del tiempo. La posteridad, la inmortalidad de un artista, nada menos.
¿Por qué habrá venido a Bogotá? Le quisiera dar las gracias.
Paul McCartney es acaso el más grande músico vivo del planeta. El de mayor trascendencia, el de mayor influencia en la cultura universal, el más grande creador entre los que aún están vivos.
Y vaya que los hay muy buenos y las hay muy buenas. En todos los géneros musicales. Para mí, no es inferior a Stravinski o a Rajmáninov o, yendo más atrás en los últimos cien años, a Ravel, Falla o Debussy. Se tiene la idea de que la llamada música clásica es, por definición, de una mayor categoría. Yo no creo que esto sea así. En cualquier género, un gran creador es aquel que nutre y aviva la cultura de una manera trascendental e inventa los átomos de la creación nueva, de los que nacen y se deprenden nuevos electrones, nuevas potencias creadoras.
Es más, para encontrar un caso de una persona que haya tenido tanta influencia en la cultura del mundo entero, en los últimos, digamos, 100 años, habría que echar mano de figuras como Picasso o Lorca. Como tal creador, como tal renovador, como tal transformador de los rasgos de la sociedad y la cultura, McCartney es, en mi opinión, de ese nivel.
Y vino a Bogotá la semana pasada y unas 40.000 personas lo vimos tocar sin parar, dos horas y media, canciones que llevamos en el pecho y en las manos y las pestañas hace más de medio siglo. Vino y las cantó todas en El Campín. A los 82 años. Uno oía Let it be, o Hey Jude, o Get Back, y ahí mismo entraba en un territorio psicológico, emocional, hondamente inconsciente, en el que se siente seguro, feliz, en casa. Son las canciones que casi toda la humanidad ha incorporado, con el paso de las décadas, a su biografía sentimental y personal.
Y entonces uno decía, a ver, pero no, es que el que inventó estas canciones no está sonando en un equipo de sonido, o en YouTube o en Spotify, no, ¡está aquí! ¡Delante de mí! Delante de todos y todas. ¡Mírenlo! ¡Está ahí! Cantando para nosotros. Esto de verdad está pasando, en mi país, en mi ciudad, en Bogotá. Aquí, con el aire frío y vitalizador, con la noche de mi ciudad y de mi vida, sí, aquí, está cantando Paul McCartney.
No es que lo oí en un escenario internacional, en un viaje que hice. No. Él vino a mi país, a mi ciudad, y tenía 82 años y seguía cantando y llenado de luz y de gracia y de ternura y de fuerza emocionante el mundo. Con sencillez, con certeza, con sensibilidad, con las manos creadoras de quien está inmensamente dotado, de quien es ya inmortal en la memoria y el corazón de millones de seres humanos. Aquí, en Bogotá.
Y una cosa muy emocionante fue ver a miles de muchachos y muchachas, de menos de 25 años, no solo felices viendo a McCartney, sino cantando todas sus canciones. Se las sabían todas. Son ya la generación que llevará a los Beatles y a John y a Paul a un nuevo mundo, a un nuevo concierto en las aristas del tiempo. La posteridad, la inmortalidad de un artista, nada menos.
¿Por qué habrá venido a Bogotá? Le quisiera dar las gracias.