Lloró, pequeño municipio de mineros y agricultores refundido dentro de la espesura de la selva pacífica chocoana, se referencia en Colombia por sus penurias y en el exterior por registrar uno de los más altos niveles de pluviosidad del planeta. Tiene el privilegio de figurar en un ranking global, que lo acredita dentro de la escala de mayor precipitación anual, con un promedio de 13.300 mm; es decir, 12.217 más que la lluviosa Bogotá, donde apenas caen 1.083 mm.
Si de llorar se trata, las nubes lloran a diario sobre los 995 km2 de Lloró, sus ocho corregimientos y sus 11 veredas. Los indígenas y afrodescendientes lloroseños son alegres y amistosos y han templado el espíritu frente al cotidiano lagrimeo del cielo, cargado de rugientes tormentas eléctricas, un fenómeno usual en el departamento más húmedo de Colombia.
Pero junto a su particular contingencia climática, la rústica población —ubicada en el ángulo de confluencia entre los ríos Atrato y Andágueda, a 45 kilómetros de Quibdó— es epicentro de atractivos turísticos que de vez en cuando saborean los del interior. En la cabecera municipal se esparcen las sosegadas riberas de El Marañón, El Aguacate y El Paraíso. Y a sus pies desfilan los ríos Tumutumbudó, Capá y Mumbaradó, cristalinas corrientes de agua navegables en canoa, que permiten descubrir las costumbres ribereñas.
Su territorio está trazado por una topografía quebrada que se desplaza por todas las escalas climáticas, con vistosas ondulaciones y estrechos valles. La economía se sostiene gracias al impulso del sector primario. La suerte del municipio depende del aprovechamiento desbordado y artesanal de sus magníficos recursos naturales, con factura de costosos impactos ambientales. Su principal fuente de desarrollo, la agricultura y la explotación minera, perdieron ritmo ante la presencia guerrillera, pero ahora el auge maderero sostiene los ingresos locales y el empleo informal.
Lloró forma parte de ese inmenso patrimonio de paisajes exóticos y parajes asombrosos que envuelven los profundos misterios del Chocó. Un departamento privilegiado, desbordado en mitos y leyendas, por el que se cruzan playas fabulosas, como las de Bahía Solano, Nuquí y Acandí —con la blanca arena de Capurganá—; prodigiosos ecosistemas de bosque húmedo tropical, ciénagas y manglares; el río Atrato, el más caudaloso del país; el Parque Natural Nacional de los Katíos, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco; el Utría y el Tanamá. De abajo hacia arriba pincela todo un variado escenario de alternativas para planes de ecoturismo, aventura y deportes extremos.
Este rincón occidental de Colombia, donde el turista somete a prueba la adrenalina que lleva en las venas, es igualmente un verdadero paraíso de contemplación y tranquilidad. Reúne recursos naturales y características fisiográficas, climáticas e hidrográficas suficientes para ser punta de lanza de propuestas turísticas para el posconflicto. La promoción de una actividad sostenible será pieza clave para rescatar el magnífico pulmón natural, rico en biodiversidad, generar oportunidades de ingreso a sus empobrecidas comunidades y paliar sus adversidades.
Superada la presencia de uno de los principales actores del conflicto armado —Chocó es el sexto departamento en cantidad de víctimas de guerra—, la mejor apuesta del Gobierno sería sacudirlo del histórico olvido oficial y de la corrupción política, llevándole inversión, mejorando su precaria infraestructura y poniéndolo en la mesa de juego como genuina alternativa turística del país.
La semana pasada, las cícilicas crecientes del Andágueda inundaron y arrastraron hacia su cauce el patrimonio de 347 familias de Lloró —en su corregimiento de Boraudó— y revivieron la terrible historia de abandono que envuelve al departamento, castigado por otros tantos males, como las variables del cambio climático, la deforestación, la erosión de sus corrientes fluviales y el atropello continuado de la minería ilegal, responsables de las inundaciones que acostumbran ahogarlo.
Este hermoso y mágico territorio, encapotado y borrascoso, pese a tener un seductor potencial turístico, sufre la eterna sequedad de una industria prometedora —providencial pañuelo para sus lágrimas—, que sería la tabla de salvación para unas comunidades que —literalmente— viven con el agua al cuello.
Lloró, pequeño municipio de mineros y agricultores refundido dentro de la espesura de la selva pacífica chocoana, se referencia en Colombia por sus penurias y en el exterior por registrar uno de los más altos niveles de pluviosidad del planeta. Tiene el privilegio de figurar en un ranking global, que lo acredita dentro de la escala de mayor precipitación anual, con un promedio de 13.300 mm; es decir, 12.217 más que la lluviosa Bogotá, donde apenas caen 1.083 mm.
Si de llorar se trata, las nubes lloran a diario sobre los 995 km2 de Lloró, sus ocho corregimientos y sus 11 veredas. Los indígenas y afrodescendientes lloroseños son alegres y amistosos y han templado el espíritu frente al cotidiano lagrimeo del cielo, cargado de rugientes tormentas eléctricas, un fenómeno usual en el departamento más húmedo de Colombia.
Pero junto a su particular contingencia climática, la rústica población —ubicada en el ángulo de confluencia entre los ríos Atrato y Andágueda, a 45 kilómetros de Quibdó— es epicentro de atractivos turísticos que de vez en cuando saborean los del interior. En la cabecera municipal se esparcen las sosegadas riberas de El Marañón, El Aguacate y El Paraíso. Y a sus pies desfilan los ríos Tumutumbudó, Capá y Mumbaradó, cristalinas corrientes de agua navegables en canoa, que permiten descubrir las costumbres ribereñas.
Su territorio está trazado por una topografía quebrada que se desplaza por todas las escalas climáticas, con vistosas ondulaciones y estrechos valles. La economía se sostiene gracias al impulso del sector primario. La suerte del municipio depende del aprovechamiento desbordado y artesanal de sus magníficos recursos naturales, con factura de costosos impactos ambientales. Su principal fuente de desarrollo, la agricultura y la explotación minera, perdieron ritmo ante la presencia guerrillera, pero ahora el auge maderero sostiene los ingresos locales y el empleo informal.
Lloró forma parte de ese inmenso patrimonio de paisajes exóticos y parajes asombrosos que envuelven los profundos misterios del Chocó. Un departamento privilegiado, desbordado en mitos y leyendas, por el que se cruzan playas fabulosas, como las de Bahía Solano, Nuquí y Acandí —con la blanca arena de Capurganá—; prodigiosos ecosistemas de bosque húmedo tropical, ciénagas y manglares; el río Atrato, el más caudaloso del país; el Parque Natural Nacional de los Katíos, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco; el Utría y el Tanamá. De abajo hacia arriba pincela todo un variado escenario de alternativas para planes de ecoturismo, aventura y deportes extremos.
Este rincón occidental de Colombia, donde el turista somete a prueba la adrenalina que lleva en las venas, es igualmente un verdadero paraíso de contemplación y tranquilidad. Reúne recursos naturales y características fisiográficas, climáticas e hidrográficas suficientes para ser punta de lanza de propuestas turísticas para el posconflicto. La promoción de una actividad sostenible será pieza clave para rescatar el magnífico pulmón natural, rico en biodiversidad, generar oportunidades de ingreso a sus empobrecidas comunidades y paliar sus adversidades.
Superada la presencia de uno de los principales actores del conflicto armado —Chocó es el sexto departamento en cantidad de víctimas de guerra—, la mejor apuesta del Gobierno sería sacudirlo del histórico olvido oficial y de la corrupción política, llevándole inversión, mejorando su precaria infraestructura y poniéndolo en la mesa de juego como genuina alternativa turística del país.
La semana pasada, las cícilicas crecientes del Andágueda inundaron y arrastraron hacia su cauce el patrimonio de 347 familias de Lloró —en su corregimiento de Boraudó— y revivieron la terrible historia de abandono que envuelve al departamento, castigado por otros tantos males, como las variables del cambio climático, la deforestación, la erosión de sus corrientes fluviales y el atropello continuado de la minería ilegal, responsables de las inundaciones que acostumbran ahogarlo.
Este hermoso y mágico territorio, encapotado y borrascoso, pese a tener un seductor potencial turístico, sufre la eterna sequedad de una industria prometedora —providencial pañuelo para sus lágrimas—, que sería la tabla de salvación para unas comunidades que —literalmente— viven con el agua al cuello.