Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
En los últimos tiempos se puso de moda en España el término “turismofobia”, para describir un fenómeno social de rechazo a los efectos depredadores que la mala planificación del turismo produce en los entornos de algunos destinos. Diversos movimientos de protesta han surgido en ciertas ciudades del país ibérico, e incluso de Italia —en varios casos con expresiones de violencia y vandalismo—, para exteriorizar sentimientos de aversión hacia la práctica de un modelo turístico que altera negativamente la cotidianidad de ciertas comunidades.
La masificación es responsable de que tranquilos sectores urbanos se transformen en espacios comerciales desenfrenados que devoran patrimonios, ocasionan aglomeraciones, encarecen el costo de vida, generan problemas de convivencia e impulsan la emigración de los residentes. Está pasando con Barcelona, las Baleares, Valencia, Málaga y Andalucía, donde los pobladores se han visto obligados a renunciar a franjas de territorio para su disfrute, como consecuencia de los crecientes flujos de visitantes.
La alergia y los embates no están dirigidos contra el turismo como industria —de la que España es una reconocida potencia—, sino contra el desbordamiento permitido por las autoridades, sin que se pongan sobre la mesa soluciones radicales que aseguren la sostenibilidad de los entornos residenciales. Para quienes lideran la campaña de rechazo, entre los que priman jóvenes radicales, la actual apuesta turística es extractiva, socialmente depredadora y poca prosperidad irriga a la generalidad de la población. A espaldas de los numerosos damnificados se favorecen empresarios turísticos y propietarios de inmuebles, en cuyos bolsillos queda la tajada gorda de los ingresos que genera el sector. Su rechazo se encamina a recuperar las ciudades de un potencial y agresivo “colonialismo turístico”.
El malestar aumenta a diario, a la misma velocidad con la que los comercios locales se convierten en tiendas de souvenirs, los barrios se vuelven prohibitivos y los apacibles suburbios ceden ante el auge de los “pisos turísticos”, estimulado por plataformas como Airbnb y Homeaway. Y es que la industria de los viajes en España mueve cifras descomunales. El país recibió 75 millones de turistas en 2016, y al término de este año se espera la llegada de por lo menos 83 millones. Su peso en la economía es considerable: aporta alrededor del 11 por ciento del producto interno bruto y produce 3 millones de empleos.
El epicentro de este fenómeno, la asediada Barcelona —en cuyo paseo más privilegiado y concurrido, Las Ramblas, se acaba de presentar el criminal ataque terrorista yihadista, con una decena de muertos y centenares de heridos, en su mayoría turistas—, recibe al año 9 millones de usuarios en establecimientos hoteleros, cifra que puede doblarse con los que atrae el “boom” de los “pisos turísticos”, de los que están registrados oficialmente algo más de 10.000. Para una ciudad que apenas alcanza a tener 1,6 millones de habitantes, el volumen de turistas que recibe es exorbitante.
Como sucede con otras tantas urbes, la capital del principado de Cataluña hizo del turismo su mayor fuente de riqueza, pero hoy paga las consecuencias con el desarrollo de un mercado que alcanza límites de saturación. La defensa del territorio ante el exacerbado flujo de visitantes inclina a parte de los habitantes a exigir un cambio de fórmula, en la que se busque privilegiar el turismo de altos ingresos, dada su capacidad para retornar mayores divisas con menos impacto ambiental.
Para destinos jóvenes e incipientes como el colombiano, el caso español es un llamado de alerta para trabajar en la implementación de un turismo de calidad, organizado y regulado, que promueva un modelo sostenible y socialmente redistributivo, en el que se prioricen las ofertas culturales y de naturaleza que tanto le sobran en este país. La masificación turística despunta en algunos lugares, como es el caso de Jhonny Cay, con impactos ecológicos, o los de Salento y Finlandia —como menciona Iván Restrepo, en la Crónica del Quindío—, donde la alta afluencia de turistas, particularmente durante la alta temporada, empieza a afectar el ajedrez inmobiliario.
El turismo crece a ritmo vertiginoso alrededor del mundo. El año pasado movió 1.200 millones de personas y su ascenso promete paso firme. La arremetida de este sector económico, lejos de ser un mal necesario, jalona desarrollo, divisas, empleo calificado e inclusión social. Pero solo el apalancamiento de modelos turísticos sostenibles y regulados evitará que la amarga experiencia de las comunidades locales se convierta en la peor amenaza para la “gallina de los huevos de oro”, al intentar desplumarla y dejarla sin derecho al cacareo.