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A raíz de una exposición reciente en homenaje a la revista Magazín Dominical, publicación que se comenzó a gestar en 1982, recordé la historia de cómo fueron esos inicios, cuando fui su editor, hasta 1987. En parte me remito a una entrevista sobre las revistas culturales que hace varios años me hizo Juan David Correa, hoy ministro de las Culturas, para la revista Papel de Colgadura, del Icesi.
Ha sido la época más intensa que he vivido en el ejercicio del periodismo. A finales de los años setenta y comienzos de los ochenta, en El Espectador hacíamos periodismo independiente, bajo la tutela de don Guillermo Cano. Con él adelantamos la campaña en contra de la tortura en Colombia, una de las tres batallas que dio don Guillermo al frente del periódico, casi en solitario, y que minaron la economía de este medio. Las otras dos fueron las denuncias sobre delitos económicos cometidos por el Grupo Grancolombiano, y su última lucha, que le costó la vida, fue contra el narcotráfico. Se hacía allí periodismo de fondo, y digo que en solitario porque los otros medios negaban los hechos, o transaban en forma abierta o velada con los poderes que se enfrentaban.
En ese entorno ocurrió que, durante una visita al periódico, Gabriel García Márquez contó que iba a hacer un periódico llamado El otro, con un grupo de periodistas entre los que se contaba el argentino Tomás Eloy Martínez. García Márquez dijo que lo haría con reporteros menores de treinta años, porque los mayores tenían ya muchas mañas. Don Guillermo nos llamó a Fernando Cano, a Carlos Duque y a mí, nos dijo que quería “adelantársele a Gabo” y nos entregó el Magazín Dominical (M.D.) para que hiciéramos lo que quisiéramos con él.
El periódico El otro nunca salió –Tomás Eloy me contó en un taller en Buenos Aíres, décadas después, y lo publicó, que le había dicho a García Márquez: “o diriges un periódico o haces novelas, las dos cosas a la vez no se pueden hacer”–, pero a nosotros nos sirvió para que, en aquel entonces, cuando no llegábamos a los treinta años, pudiéramos hacer una publicación masiva a nuestro antojo.
Transformamos el M.D. en una revista tamaño tabloide, a full color, en la que buscamos un reencuentro con el periodismo de profundidad, a través de entrevistas, reportajes, crónicas y ensayos, junto con cuentos, poesía y otros materiales. Encargamos a dibujantes, pintores e ilustradores las imágenes para los textos, y le dimos especial relevancia a lo analítico y a lo visual. Abrimos las puertas a creadores de todo el país y buscamos colaboradores internacionales de peso, como Carlos Fuentes.
Se trataba de desladrillizar (no está mal la palabra) los temas; así que hablamos no sólo de las artes sino de cultura entendida como las formas de ser, sentir, vivir y relacionarse de los grupos sociales, desarrollando miradas otras de la realidad. El experimento dio resultado: en pocos meses y casi sin darnos cuenta subimos el tiraje dominical en cerca de 70 mil ejemplares y una encuesta mostró que por primera vez en años un producto de El Espectador le ganaba a uno de El Tiempo. El M.D. vs. L.D. (Lecturas Dominicales). “¿Qué es lo que hacen?”, preguntaron desde allá. Respondí que a la gente le gusta que cuando habla con una persona, esa persona tenga criterio, personalidad, posiciones. Y eso era el M.D.
En últimas, todo respondía a una concepción amplia del periodismo, en la que el tema no es lo fundamental, sino el tratamiento que se les da a los temas. Que todo pase por la investigación, la reflexión y, en lo posible, el manejo creativo de los lenguajes. La idea en el fondo era contribuir a fomentar las discusiones y la difusión de las culturas y el arte.
Fue una época maravillosa. Hacer una revista que llegó a tener 350 mil ejemplares cada domingo, con total independencia. Todavía encuentro gente que me dice que se acercó a la cultura con el M.D. Creo que además de los riesgos que tomamos –hubo un sector de intelectuales furioso con los cambios y llegamos a publicar hasta cuatro páginas de correo con cartas a favor y en contra–, fue clave abrirnos a las regiones, a diversos autores consagrados y noveles. El M.D. fue la aeronave que nos permitió recorrer el país y el mundo en compañía de sus lectores, escudriñando acerca de las culturas y las diversas formas de hacer política.
Hoy armábamos un M.D. en Cartagena con la gente de allá, y mañana estábamos en Moscú olfateando qué era eso de la Perestroika. Encuentros, entrevistas, reportajes y diálogos con personajes de primera línea los hicimos viajando en esa aeronave, y cientos de autores de las más diversas latitudes pasaron por sus páginas.
Presentábamos el M.D. en Buga con los profesores que lo ponían como texto en clase, y al poco tiempo estábamos en el Festival Latino de Teatro en Nueva York con la gente que lo coleccionaba allá, o en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. Viajábamos buscando adentrarnos en la milenaria tradición de los arhuacos de la Sierra Nevada de Santa Marta, y luego íbamos al lanzamiento del libro del general Landazábal,quien era considerado la cabeza de la represión en Colombia. Encontrábamos en la casa de Andrés Caicedo el baúl de donde salieron sus cartas y escritos inéditos, luego hacíamos una edición del M.D. dedicada al pensamiento anarquista y la siguiente a J.L. Borges.
Y mantuvimos posiciones críticas en torno a los crímenes que se venían cometiendo: el asesinato de opositores y el accionar de los paramilitares de la mano del narcotráfico y sectores de las Fuerzas Armadas, dirigentes políticos, agrarios e industriales.
En relación con un fuerte pronunciamiento hecho por el comandante de dichas Fuerzas Armadas, por una edición del M.D. que dedicamos a obras de los desaparecidos –en tiempos en que sostenían que los desaparecidos no habían desaparecido, y nosotros los mostramos con nombres, caras y obras propias–, don Guillermo publicó un editorial apoyándonos. Con él manteníamos comunicación directa semanal, pues el M.D. era su consentido, pero nunca llegó a decirnos: no publique esto o lo otro.
Un aspecto esencial de esta etapa fue el espíritu abierto, pues recibíamos o solicitábamos materiales de investigadores y creadores de diversas disciplinas y tendencias. No estábamos casados con ninguna persona o grupo que buscara utilizar el Magazín como trampolín para acumular poder. Cada tanto introducíamos iniciativas; fue así como abrimos las páginas de la revista a secciones estables; invitamos a colaborar al escritor R.H. Moreno Durán, quien dio vida a “La esquina del cuento”, y entre otros, al poeta J.M. Roca, para hacer “La pagina de poesía”. Tiempo después de iniciado el proyecto, se unió al equipo de redacción del M.D. Marisol Cano, por entonces una joven comunicadora, quien sería su directora a partir de 1986.
Trabajé en El Espectador hasta algunos meses después del asesinato de don Guillermo, quien fuera mi maestro, impulsor y protector, cuando quien quedó como presidente del periódico me informó que mi columna de análisis crítico Gritos y susurros, que escribía para el M.D. con el seudónimo Gaspar León, no iría más. Recuerdo que poco antes otro directivo del periódico me dijo que el M.D. salía muy caro, que realmente qué le aportaba el M.D. a El Espectador. Le respondí que años atrás había aparecido allí el primer cuento de un joven periodista: La tercera resignación, de García Márquez, y que ese era uno de los legados más importante que tenía el periódico en su historia.
De la experiencia en el M.D. bebimos para hacer, en un enorme formato, la Gaceta de Colcultura, hoy revivida por el ministro de las Culturas y lo aprendido en ellas sirvió para crear la revista Número, que duró 18 años. Los aspectos gráficos y los formatos cambiantes fueron elementos fundamentales en estos proyectos; en los tres participó en forma activa el diseñador Carlos Duque, luego se unió al equipo Diego Amaral en las dos siguientes y Carlos Lemoine en varias ediciones de la última. De estas revistas en parte surgieron El Malpensante y Arcadia. Fue una época fecunda para las publicaciones culturales en el país.