En un hipotético libro sobre la historia de la estupidez humana habrá que tener un capítulo especial referido a Colombia. Oportunidad valiosa para dejar consignada para futuros estudiosos la barbarie nuestra, esa que semanalmente nos da cuenta de muertes y más muertes de defensores del medio ambiente.
Como si la muerte tuviera que ajustar una cifra macabra cada semana —la pasada empezó con la muerte de David Cucuñame, niño ambientalista de 14 años, en Buenos Aires (Cauca)—, como si la parca no tuviera descanso y se ensañara contra la gente que más se preocupa por el futuro del país, hace unas noches un rumor funesto fue filtrándose por entre sietecueros, chilcos y chagualos; del rumor fueron enterándose los periquitos y las soledades, esos que a diario se topaba él en el camino rumbo a la vereda Campo Alegre y se quedaba a mirarlos, a oírlos…
Pero él ya no podrá verlos ni oírlos. Él era un profesor que no hacía mucho había venido desde Bogotá hasta El Carmen de Viboral a estudiar y aprovechó para enseñar sus saberes y sus amores en un pueblo consagrado a las artesanías y a las losas.
Mario Palomino Salcedo, se llamaba. Es el sexto líder ambiental asesinado este año. ¡Uno más! Uno menos. La muerte lo encontró allí un poco por azar. Llegó para cumplir un requisito académico mientras se graduaba de su licenciatura para regresar a su tierra y tener con qué criar a un hijo dejado en la capital.
De escasos recursos, en este pueblo valoraron su trabajo y entonces se dedicó a enseñarles capoeira a los niños. En algunas fotografías se ve a este profe de rastas y sonrisa generosa reunido con chicos y jóvenes hablando, sembrando mensajes de cuidado y respeto por la naturaleza.
(Por esas paradojas de la vida su apellido remite a Palomino, La Guajira, sitio donde precisamente murieron hace dos años Natalia Jiménez y Rodrigo Monsalve, bióloga ella, ambientalistas ambos, quienes profesaban un amor inmenso por la Sierra Nevada de Santa Marta, la que habitaban y vivían; muertes que hasta hoy, según sus familiares, no tienen responsables ni menos se ha hecho justicia).
Sí, cuesta afirmarlo, escribirlo, pero Colombia tiene el récord en el mundo de ambientalistas asesinados. Nuestro país no sólo se da el lujo de matar a sus mejores dirigentes, a sus estadistas más visionarios, a sus magistrados más comprometidos, a defensores de las leyes, de los derechos humanos… también mata inmisericorde a guardianes de los páramos, de las sierras, de los ríos, seres humanos ellos, tan humanos ellos, que se van a esos lugares con el único interés de preservar este territorio para las generaciones venideras. Y sin embargo hay quienes se molestan por semejante osadía. Y hay a quienes les estorban. ¿Será acaso esa estupidez infinita de la que hablaba Borges?
Mientras esto escribo, se dice que el pasado miércoles un chico en San Rafael, Antioquia, tuvo que salir de su pueblo, donde hace parte de un grupo que se opone a la construcción de la Pequeña Central Hidroeléctrica en el río Churimo que surca este municipio, el mismo que ya tiene buena parte de su territorio anegado por una represa. ¡Quieren otra más! El chico se llama Fredy Morales y al menos alcanzó a salir y no corrió con la triste suerte de cuatro raperos que también murieron hace unos meses en esta localidad antioqueña.
En los años 70 empezó a estudiarse la ecología, ciencia que tiene como fin la relación de las especies entre sí y con su ambiente. El historiador británico Eric Hobsbawm, en su Historia del siglo XX, afirmó que “la ecología es también la principal disciplina y herramienta intelectual que nos permite esperar que la evolución humana pueda mutarse, pueda desviarse hacia un nuevo cauce de manera que el hombre deje de ser un peligro para el medio ambiente del que depende precisamente su futuro”.
Nuestros abundantes recursos naturales en Colombia son una maldición. Y querer ayudar a conservarlos, una condena de muerte. Quizá la ecología deba tener una nueva variante en sus estudios: ayudar a que la especie supuestamente pensante conviva y no se mate entre ella. O que contribuya al menos a cesar esta antropofagia contra quienes aman esta tierra, al punto de sacrificar su vida misma.
En un hipotético libro sobre la historia de la estupidez humana habrá que tener un capítulo especial referido a Colombia. Oportunidad valiosa para dejar consignada para futuros estudiosos la barbarie nuestra, esa que semanalmente nos da cuenta de muertes y más muertes de defensores del medio ambiente.
Como si la muerte tuviera que ajustar una cifra macabra cada semana —la pasada empezó con la muerte de David Cucuñame, niño ambientalista de 14 años, en Buenos Aires (Cauca)—, como si la parca no tuviera descanso y se ensañara contra la gente que más se preocupa por el futuro del país, hace unas noches un rumor funesto fue filtrándose por entre sietecueros, chilcos y chagualos; del rumor fueron enterándose los periquitos y las soledades, esos que a diario se topaba él en el camino rumbo a la vereda Campo Alegre y se quedaba a mirarlos, a oírlos…
Pero él ya no podrá verlos ni oírlos. Él era un profesor que no hacía mucho había venido desde Bogotá hasta El Carmen de Viboral a estudiar y aprovechó para enseñar sus saberes y sus amores en un pueblo consagrado a las artesanías y a las losas.
Mario Palomino Salcedo, se llamaba. Es el sexto líder ambiental asesinado este año. ¡Uno más! Uno menos. La muerte lo encontró allí un poco por azar. Llegó para cumplir un requisito académico mientras se graduaba de su licenciatura para regresar a su tierra y tener con qué criar a un hijo dejado en la capital.
De escasos recursos, en este pueblo valoraron su trabajo y entonces se dedicó a enseñarles capoeira a los niños. En algunas fotografías se ve a este profe de rastas y sonrisa generosa reunido con chicos y jóvenes hablando, sembrando mensajes de cuidado y respeto por la naturaleza.
(Por esas paradojas de la vida su apellido remite a Palomino, La Guajira, sitio donde precisamente murieron hace dos años Natalia Jiménez y Rodrigo Monsalve, bióloga ella, ambientalistas ambos, quienes profesaban un amor inmenso por la Sierra Nevada de Santa Marta, la que habitaban y vivían; muertes que hasta hoy, según sus familiares, no tienen responsables ni menos se ha hecho justicia).
Sí, cuesta afirmarlo, escribirlo, pero Colombia tiene el récord en el mundo de ambientalistas asesinados. Nuestro país no sólo se da el lujo de matar a sus mejores dirigentes, a sus estadistas más visionarios, a sus magistrados más comprometidos, a defensores de las leyes, de los derechos humanos… también mata inmisericorde a guardianes de los páramos, de las sierras, de los ríos, seres humanos ellos, tan humanos ellos, que se van a esos lugares con el único interés de preservar este territorio para las generaciones venideras. Y sin embargo hay quienes se molestan por semejante osadía. Y hay a quienes les estorban. ¿Será acaso esa estupidez infinita de la que hablaba Borges?
Mientras esto escribo, se dice que el pasado miércoles un chico en San Rafael, Antioquia, tuvo que salir de su pueblo, donde hace parte de un grupo que se opone a la construcción de la Pequeña Central Hidroeléctrica en el río Churimo que surca este municipio, el mismo que ya tiene buena parte de su territorio anegado por una represa. ¡Quieren otra más! El chico se llama Fredy Morales y al menos alcanzó a salir y no corrió con la triste suerte de cuatro raperos que también murieron hace unos meses en esta localidad antioqueña.
En los años 70 empezó a estudiarse la ecología, ciencia que tiene como fin la relación de las especies entre sí y con su ambiente. El historiador británico Eric Hobsbawm, en su Historia del siglo XX, afirmó que “la ecología es también la principal disciplina y herramienta intelectual que nos permite esperar que la evolución humana pueda mutarse, pueda desviarse hacia un nuevo cauce de manera que el hombre deje de ser un peligro para el medio ambiente del que depende precisamente su futuro”.
Nuestros abundantes recursos naturales en Colombia son una maldición. Y querer ayudar a conservarlos, una condena de muerte. Quizá la ecología deba tener una nueva variante en sus estudios: ayudar a que la especie supuestamente pensante conviva y no se mate entre ella. O que contribuya al menos a cesar esta antropofagia contra quienes aman esta tierra, al punto de sacrificar su vida misma.