Le costó trabajo a Álvaro Uribe entender que la Comisión de la Verdad, al entrevistarlo en su hacienda de Llanogrande el 16 de agosto, no lo estaba acusando, sino pidiéndole una contribución a la verdad. Por eso su actitud predominante consistió en confrontar los cargos que supuso que se le estaban formulando, básicamente su responsabilidad en la violencia en general y en los falsos positivos en particular. Para ello, recurrió a diversos métodos en los que es ducho.
Uno fue echarles la culpa a terceros. “Me engañaron los soldados”, dijo sobre la masacre de Cajamarca, que se la presentaron como un combate. También insinuó varias veces que el narcotráfico tiene que ver con esos homicidios, aunque no especificó cómo.
Otro fue decir mentiras o verdades a medias. Destacó el Decreto 128 de 2003 como estímulo a la desmovilización de paramilitares y guerrilleros, pero omitió decir que por esa vía se modificó la Ley de Orden Público, que prohibía conceder amnistía a autores de delitos atroces. El decreto permitió darla a quienes no hubieran sido procesados por tales delitos, así los hubieran cometido. Por ello la Corte Suprema lo anuló en 2007. También ocultó que en la Ley de Justicia y Paz, que preveía penas hasta de ocho años, había dispositivos velados que permitían reducirlas a cero, los cuales fueron invalidados por la Corte Constitucional. Dicha ley también permitía aumentar la pena un 20 %, es decir, poco más de un año de prisión, si el paramilitar no declaraba la verdad. En contraste, el Acuerdo de Paz con las Farc, señalado por él cínicamente como un mecanismo de impunidad, prevé penas hasta de 20 años para procesados que falten a la verdad o incumplan su compromiso con la paz. También dijo que su Gobierno no les dio incentivos económicos a los militares por bajas en combate. Pero la Directiva Secreta 29 de 2005, expedida por su ministro de Defensa, autorizó pagar recompensas a civiles con tal motivo. Y el Decreto 1400 de 2006, a miembros de la Fuerza Pública y del DAS.
Un tercer recurso fue descalificar a la Comisión y no reconocerles legitimidad a las instituciones derivadas del Acuerdo de La Habana. En sus palabras, su aprobación por el Congreso, después del plebiscito, fue un golpe de Estado a la democracia. Es una actitud temeraria, luego del reconocimiento de dicha legitimidad por la Corte Constitucional, que es el órgano autorizado para declararla.
Esa descalificación, sin embargo, le sirve para justificar su propuesta de retirar a los militares de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Su argumento es que no pueden ser igualados con los guerrilleros. Pero son los delitos que hayan cometido los que los igualan. Además, creyendo favorecerlos, les causaría un perjuicio: el Acuerdo y la JEP son más indulgentes que la justicia ordinaria, en teoría, con quienes colaboren con la paz.
Quién sabe si con tanta prevención, como reconoció que la tenía, haya entendido el mensaje que en esencia le quiso transmitir la Comisión: que su contribución a descifrar las razones de la persistencia de la violencia y a lograr la paz entre los colombianos podría ser más valiosa aun que la declaración de su responsabilidad penal. Es como pedir peras al olmo.
* Director de la Comisión Colombiana de Juristas (www.coljuristas.org).
Le costó trabajo a Álvaro Uribe entender que la Comisión de la Verdad, al entrevistarlo en su hacienda de Llanogrande el 16 de agosto, no lo estaba acusando, sino pidiéndole una contribución a la verdad. Por eso su actitud predominante consistió en confrontar los cargos que supuso que se le estaban formulando, básicamente su responsabilidad en la violencia en general y en los falsos positivos en particular. Para ello, recurrió a diversos métodos en los que es ducho.
Uno fue echarles la culpa a terceros. “Me engañaron los soldados”, dijo sobre la masacre de Cajamarca, que se la presentaron como un combate. También insinuó varias veces que el narcotráfico tiene que ver con esos homicidios, aunque no especificó cómo.
Otro fue decir mentiras o verdades a medias. Destacó el Decreto 128 de 2003 como estímulo a la desmovilización de paramilitares y guerrilleros, pero omitió decir que por esa vía se modificó la Ley de Orden Público, que prohibía conceder amnistía a autores de delitos atroces. El decreto permitió darla a quienes no hubieran sido procesados por tales delitos, así los hubieran cometido. Por ello la Corte Suprema lo anuló en 2007. También ocultó que en la Ley de Justicia y Paz, que preveía penas hasta de ocho años, había dispositivos velados que permitían reducirlas a cero, los cuales fueron invalidados por la Corte Constitucional. Dicha ley también permitía aumentar la pena un 20 %, es decir, poco más de un año de prisión, si el paramilitar no declaraba la verdad. En contraste, el Acuerdo de Paz con las Farc, señalado por él cínicamente como un mecanismo de impunidad, prevé penas hasta de 20 años para procesados que falten a la verdad o incumplan su compromiso con la paz. También dijo que su Gobierno no les dio incentivos económicos a los militares por bajas en combate. Pero la Directiva Secreta 29 de 2005, expedida por su ministro de Defensa, autorizó pagar recompensas a civiles con tal motivo. Y el Decreto 1400 de 2006, a miembros de la Fuerza Pública y del DAS.
Un tercer recurso fue descalificar a la Comisión y no reconocerles legitimidad a las instituciones derivadas del Acuerdo de La Habana. En sus palabras, su aprobación por el Congreso, después del plebiscito, fue un golpe de Estado a la democracia. Es una actitud temeraria, luego del reconocimiento de dicha legitimidad por la Corte Constitucional, que es el órgano autorizado para declararla.
Esa descalificación, sin embargo, le sirve para justificar su propuesta de retirar a los militares de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Su argumento es que no pueden ser igualados con los guerrilleros. Pero son los delitos que hayan cometido los que los igualan. Además, creyendo favorecerlos, les causaría un perjuicio: el Acuerdo y la JEP son más indulgentes que la justicia ordinaria, en teoría, con quienes colaboren con la paz.
Quién sabe si con tanta prevención, como reconoció que la tenía, haya entendido el mensaje que en esencia le quiso transmitir la Comisión: que su contribución a descifrar las razones de la persistencia de la violencia y a lograr la paz entre los colombianos podría ser más valiosa aun que la declaración de su responsabilidad penal. Es como pedir peras al olmo.
* Director de la Comisión Colombiana de Juristas (www.coljuristas.org).