La Comisión de la Verdad ha diagnosticado, en “Hallazgos y recomendaciones”, que Colombia está enferma por el conflicto armado y ello se refleja en una profunda polarización, una democracia herida y una población civil como su principal víctima, e identifica unos factores de persistencia del conflicto. Esta columna y la siguiente presentarán un panorama resumido de ese diagnóstico.
Colombia está enferma, con altas dosis de rabia y desconfianza en las instituciones. La sanación requiere el reconocimiento de los daños y responsabilidades, la dignificación de las víctimas y un gran acuerdo nacional.
Además, la democracia está herida. El Estado y la insurgencia se la disputaron con prácticas antidemocráticas, como el estado de sitio y los paramilitares, o el secuestro y la extorsión.
La mayoría de las víctimas son civiles: el 90 % de más de un millón de personas asesinadas y desaparecidas. Hubo 8’273.562 personas desplazadas, al 31 de mayo de 2022 (52 %, mujeres), y muchas otras confinadas. Se cometieron 50.770 secuestros (entre 1990 y 2018) y más de un millón de personas salieron exiliadas (1988 a 2020). Fueron asesinados 179.076 líderes sociales (1958 a 2021), y 537.503 familias resultaron despojadas de más de ocho millones de hectáreas de tierra (1985 a 2013), según la Contraloría. Aterrador.
Tres actores sobresalen negativamente en esta barbarie: fuerza pública, guerrillas y paramilitares.
La doctrina de la seguridad nacional, para combatir el comunismo, identificó como insurgentes a quienes pensaran distinto del gobernante. A través del estado de sitio y otras vías, los gobiernos concedieron autonomía a la fuerza pública para realizar esas acciones irregulares y no ser investigada por la justicia ordinaria, sino por la militar.
Pretendiendo defender a poblaciones vulnerables, las guerrillas limitaron sus derechos. Las FARC se hicieron fuertes militarmente en zonas aisladas, lo que hizo inviable la reclamación de las comunidades para tener presencia del Estado social de derecho en su territorio. El ELN, abstencionista electoral en sus inicios, terminó manejando votos y presupuestos municipales en algunas regiones, y enfrentando a movimientos sociales por tratar de controlar sus agendas. La reivindicación de la democracia para las comunidades se convirtió, en medio de secuestros y “ajusticiamientos”, en prácticas dictatoriales y autoritarias sobre ellas, que deberían cesar ya, como lo hicieron las FARC.
El paramilitarismo, a su vez, es un entramado de sectores del Estado y de la Iglesia, políticos, empresarios y medios de comunicación, además de los propios combatientes. Es responsable del 61,6 % de las víctimas civiles entre 1958 y 2018. Controló territorios, a través de la cooperación voluntaria o por coacción, con dimensiones políticas, económicas, culturales y morales. Este entramado continúa hoy por la ausencia de reconocimiento de responsabilidad de empresarios y del Estado, y la permanencia de patrones culturales favorables a su existencia.
El narcotráfico, la impunidad, la disputa por la tierra y una cultura discriminatoria completan los factores de persistencia del conflicto, que serán presentados en la próxima columna. Es una situación compleja, pero no confusa.
Gracias, Comisión de la Verdad.
*Embajador de Colombia ante la ONU en Ginebra.
La Comisión de la Verdad ha diagnosticado, en “Hallazgos y recomendaciones”, que Colombia está enferma por el conflicto armado y ello se refleja en una profunda polarización, una democracia herida y una población civil como su principal víctima, e identifica unos factores de persistencia del conflicto. Esta columna y la siguiente presentarán un panorama resumido de ese diagnóstico.
Colombia está enferma, con altas dosis de rabia y desconfianza en las instituciones. La sanación requiere el reconocimiento de los daños y responsabilidades, la dignificación de las víctimas y un gran acuerdo nacional.
Además, la democracia está herida. El Estado y la insurgencia se la disputaron con prácticas antidemocráticas, como el estado de sitio y los paramilitares, o el secuestro y la extorsión.
La mayoría de las víctimas son civiles: el 90 % de más de un millón de personas asesinadas y desaparecidas. Hubo 8’273.562 personas desplazadas, al 31 de mayo de 2022 (52 %, mujeres), y muchas otras confinadas. Se cometieron 50.770 secuestros (entre 1990 y 2018) y más de un millón de personas salieron exiliadas (1988 a 2020). Fueron asesinados 179.076 líderes sociales (1958 a 2021), y 537.503 familias resultaron despojadas de más de ocho millones de hectáreas de tierra (1985 a 2013), según la Contraloría. Aterrador.
Tres actores sobresalen negativamente en esta barbarie: fuerza pública, guerrillas y paramilitares.
La doctrina de la seguridad nacional, para combatir el comunismo, identificó como insurgentes a quienes pensaran distinto del gobernante. A través del estado de sitio y otras vías, los gobiernos concedieron autonomía a la fuerza pública para realizar esas acciones irregulares y no ser investigada por la justicia ordinaria, sino por la militar.
Pretendiendo defender a poblaciones vulnerables, las guerrillas limitaron sus derechos. Las FARC se hicieron fuertes militarmente en zonas aisladas, lo que hizo inviable la reclamación de las comunidades para tener presencia del Estado social de derecho en su territorio. El ELN, abstencionista electoral en sus inicios, terminó manejando votos y presupuestos municipales en algunas regiones, y enfrentando a movimientos sociales por tratar de controlar sus agendas. La reivindicación de la democracia para las comunidades se convirtió, en medio de secuestros y “ajusticiamientos”, en prácticas dictatoriales y autoritarias sobre ellas, que deberían cesar ya, como lo hicieron las FARC.
El paramilitarismo, a su vez, es un entramado de sectores del Estado y de la Iglesia, políticos, empresarios y medios de comunicación, además de los propios combatientes. Es responsable del 61,6 % de las víctimas civiles entre 1958 y 2018. Controló territorios, a través de la cooperación voluntaria o por coacción, con dimensiones políticas, económicas, culturales y morales. Este entramado continúa hoy por la ausencia de reconocimiento de responsabilidad de empresarios y del Estado, y la permanencia de patrones culturales favorables a su existencia.
El narcotráfico, la impunidad, la disputa por la tierra y una cultura discriminatoria completan los factores de persistencia del conflicto, que serán presentados en la próxima columna. Es una situación compleja, pero no confusa.
Gracias, Comisión de la Verdad.
*Embajador de Colombia ante la ONU en Ginebra.