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Hace 40 años, el 23 de julio de 1973, ardía el edificio de Avianca. Su torre, de 42 pisos, era la más alta que existía en Suramérica. Por aquellos días se iniciaba la época de los rascacielos, y el edificio bogotano era admirado por su solidez y belleza.
Su diseño y construcción fueron ejecutados por Esguerra Sáenz, Urdaneta y Cía., Ricaurte Carrizosa Prieto y el italiano Doménico Parma. El diseño concluyó en 1963 y la construcción se realizó entre 1966 y 1969. La obra se levantó en el predio que ocupaba el renombrado hotel Regina. Cuatro años después de la inauguración llegaron las llamas e invadieron la soberbia edificación que representaba el mayor símbolo del avance urbanístico de la capital, ante la mirada atónita del país y la insuficiencia técnica para sofocar el ímpetu destructor del fuego.
Pasadas las 7 de la mañana se inició el incendio en el piso 14. Allí, según el relato que años después haría la aseadora Araminta Isea en la revista SoHo, había muchas cosas almacenadas, como tapetes, alfombras y gasolina. Queda fácil deducir que algún descuido originó la combustión. A los 15 minutos llegaron los bomberos y se pusieron al frente de la operación más gigantesca y riesgosa que nunca habían acometido, con la mala fortuna de que las mangueras solo llegaban hasta el piso 12.
Las llamas ascendían con gran velocidad desde el piso 14, y llegarían al 37. La gente que a esa hora se hallaba en el edificio subía a pie por las escaleras, en un intento desesperado por no dejarse alcanzar por el fuego Las operaciones de rescate se cumplían con helicópteros que lanzaban torrentes de agua sobre el gigante herido. Algunas personas atacadas por el pánico se tiraron al vacío y perecieron. Otras llegaron hasta la azotea, donde fueron sacadas en helicóptero. La espantosa escena se prolongó hasta bien entrada la noche.
Días después, el 12 de agosto de 1973, salió publicado en el Magazín Dominical de El Espectador, con gran despliegue –y con una impresionante fotografía del edificio devorado por las llamas–, la página que titulé El fuego: amigo y enemigo, donde anoté: “De pronto llegaron las llamas y todo lo arra¬saron. La ciudad se sintió impotente para contener su furor y presenció aterrorizada cómo estas len¬guas del infierno se iban encaramando de piso en piso, de pared a pared, sin respetar nada, hasta co¬ronar la altura y dejar un escombro humeante”.
Miles de colombianos presenciaron en la televisión el avance vertiginoso del fuego y los esfuerzos titánicos de los bomberos y otros organismos de salvación que con medios precarios luchaban contra la hecatombe. El saldo trágico fue de 4 muertos y 63 heridos. Ahora bien, la estructura no sufrió daños considerables.
Ahora viene un dato curioso. En aquella época ocupaba yo la gerencia de un banco en Armenia y enfrentaba una difícil situación con Proexpo (Fondo de Promoción de Exportaciones), cuya sede estaba situada en el edificio de Avianca. El problema nacía del proceder de un cliente de mi oficina en el trámite de una exportación. Nosotros no éramos responsables de la conducta del cliente, pero Proexpo se empeñaba en inculpar a mi oficina, y de paso creaba un problema para todo el banco. Actitud injusta, por supuesto. Entre carta va y carta viene, que fueron muchas, estuve empapelado y mortificado durante largo tiempo. Con todo, no lograba que las cosas se aclararan.
En Proexpo (esto lo sabría yo tiempo después) había un alto funcionario que ejercía indebida presión contra el banco, por una malquerencia personal. Ese era el motivo soterrado. Increíble, pero cierto. La condición humana hace cometer a veces actos insólitos. La solución la dio el incendio del edificio de Avianca, ya que todos los archivos de Proexpo desaparecieron entre las llamas y nunca más volvió a mencionarse el caso. El fuego nos hizo justicia.
escritor@gustavopaezescobar.com