La nieta de don Guillermo Cano, María José Medellín Cano, con el mismo temple ético de su abuelo, escribió el jueves pasado un gran artículo en El Espectador en el que se debatía entre “el deber y la responsabilidad de contar la historia, incluyendo a sus personajes desalmados” y “las ganas de no darle ni un segundo de atención a este sicario”. Ella se vio obligada, en aras de la claridad, a escribir su nombre y su alias más conocido, y llegó a la conclusión más certera: la vida del tipo no fue otra cosa que “un historial de mentiras, de manipulación a la verdad y de deudas con la justicia, que siempre lo utilizó para tapar su incompetencia”.
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La nieta de don Guillermo Cano, María José Medellín Cano, con el mismo temple ético de su abuelo, escribió el jueves pasado un gran artículo en El Espectador en el que se debatía entre “el deber y la responsabilidad de contar la historia, incluyendo a sus personajes desalmados” y “las ganas de no darle ni un segundo de atención a este sicario”. Ella se vio obligada, en aras de la claridad, a escribir su nombre y su alias más conocido, y llegó a la conclusión más certera: la vida del tipo no fue otra cosa que “un historial de mentiras, de manipulación a la verdad y de deudas con la justicia, que siempre lo utilizó para tapar su incompetencia”.
Creo que muchos periodistas cayeron en la misma trampa en que cayó la justicia: si nadie más hablaba, si otras fuentes callaban porque estaban muertas o porque no querían decir nada, se entrevistaba al alias dicharachero porque aunque no fuera más que un pistoloco de segundo rango, era el más megalómano, el más florido, el que más ganas tenía de erigirse en protagonista (ya que no podía serlo de ningún acto digno) de todas las matanzas y de todos los crímenes. Si mentía sin pudor, si atenuaba o exageraba a su antojo los hechos de sangre, había al menos una historia que contar, y a los seres humanos nos fascinan las historias, tanto las reales como las inventadas, sobre todo si incluyen asesinatos, secuestros, conspiraciones, venganzas, atentados…
Es extraña la muy garantista, casi bondadosa y por momentos idiota justicia penal colombiana. Esta cree que de verdad nuestras cárceles (sucias, hacinadas, dominadas por bandas, violentas, alcohólicas, drogadictas, enfermas, estratificadas según los chantajes del dinero) son lugares donde el delincuente cambia, se educa y se redime. Ve posible que un violador y asesino en serie de menores como Garavito (193 niños violados y asesinados solo en Colombia) pueda superar sus aberraciones mentales en la cárcel y volver a la calle. También permitió que el alias de quien hablo (asesino confeso de más de 300 personas) saliera limpio y se convirtiera en guía turístico de los sitios emblemáticos de la mafia en Medellín.
La forma mental de los colombianos nos lleva a ser, en la justicia penal, condescendientes, pero implacables en la vida de la calle: está bien matar (pena de muerte instantánea) a los atracadores a mano armada en el acto, pero para los jueces también está bien liberarlos en el acto, si no tienen antecedentes. Este es un péndulo pernicioso. Con los sicarios la literatura ha sido tan condescendiente y comprensiva que casi los justifica. En nuestra sicaresca los matones son muchachos buenos víctimas de una sociedad injusta. Y el periodismo ha convertido en celebrities a estos notables del mal.
Otros países son implacables en su justicia penal. La cadena perpetua existe en Italia (“ergastolo”) y en Alemania (“lebenslänglich”) para delitos muy graves, y en el caso de asesinos y violadores en serie como Garavito (cuya perversión mental es incurable según estudios psiquiátricos), lo que se garantiza es un alejamiento definitivo de la sociedad, en instituciones donde se los aísla. El caso extremo está en Estados Unidos, en China o en muchos otros países, donde fácilmente hay pena de muerte o condenas a dos o tres cadenas perpetuas, entiéndase o no lo que esto significa.
Aspiramos a una justicia donde la historia de la verdad esté en boca de los jueces y no en las mentiras de los alias Cualquiera. A un país donde uno no tenga que armarse y matar para que no lo atraquen. A una escritura periodística o novelística donde las palabras correspondan a las cosas que designan. Preguntado este alias sin nombre si el “doctor” a quien él obedecía ciegamente era un asesino o no, dijo: “No, él no era un asesino. Él no mató a más de 20 personas en toda su vida. Él ante todo era un líder y un gran secuestrador”. Hay que matar 300 para poder quedar libre y merecer el nombre de asesino, y ser brutal para llamarse gran líder.