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No es justo juzgar un gobierno antes de empezar y en México hay un interregno de cinco meses entre las elecciones y la posesión del nuevo presidente. Sin embargo, no puede decirse que Andrés Manuel López Obrador no haya acometido, e incluso cometido, en estos meses, actos de gobierno. El corrupto Peña Nieto no dejó de gobernar ayer, sino desde que el PRI, su partido, salió estruendosamente derrotado el 1º de julio. Ya sin ningún patrimonio político, y con mayorías absolutas de AMLO en el Congreso, Peña Nieto y sus ministros lo único que han hecho es asistir como espectadores impotentes a las decisiones del nuevo gobernante sin posesionar.
Los votantes que eligieron a AMLO por amplia mayoría lo hicieron en buena medida partiendo de una premisa muy arriesgada: “La situación de México no puede estar peor”. Quieren ensayar algo del todo distinto, algo opuesto a lo que hay, es decir, el discurso antisistema que, desde narrativas de izquierda o de derecha, se ha tomado el poder en muchos países. Con tal de que abominen a la vieja élite, los electores votan por candidatos que se declaren antiestablishment. Si uno tiene el corazón inclinado a la izquierda no cabe duda que el discurso de AMLO (buenas pensiones, más recursos para la educación pública, lucha anticorrupción, planes serios para combatir la violencia) es mucho más grato de oír que el de un Bolsonaro.
En sus buenas intenciones, en el entusiasmo juvenil de sus seguidores, se basa la esperanza de que haga un buen gobierno. A América Latina le convendría mucho que a AMLO le fuera bien y que sus promesas fueran realistas. Sus planes en materia de combate a la violencia del narco son los que tienen más fondo y más perspectivas de éxito. Pero en los temas de macroeconomía, en las decisiones de impacto ambiental, y sobre todo en la actitud caudillista, centrada en sí mismo, sin contrapeso alguno por los demás órganos del poder, los síntomas alejan de la esperanza y despiertan temor: varias de sus actuaciones han sido arbitrarias y sin ningún respeto por las formas democráticas.
Quizá lo más preocupante sean las consultas amañadas que él mismo se ha inventado y ha impuesto con un marcado talante tiránico. Es fraudulento que se decida sobre una gran obra civil (el nuevo aeropuerto) mediante un plebiscito sin censo electoral, sin umbral, sin controles institucionales, con las urnas dispuestas en las zonas donde se sabe que ganará. Y el mismo mecanismo de consulta ilegal lo acaba de usar, sin posesión, para aprobar un ferrocarril antiecológico y absurdo en las zonas arqueológicas y selváticas de Yucatán.
En México uno tiene la impresión de que los seguidores más entusiastas de AMLO basan su optimismo en el aire, es decir en proclamas mesiánicas (nada puede estar peor y con Él, que es limpio y bueno, estaremos mejor), en ilusiones que no tienen más piso que la buena voluntad, las proclamas morales y cierto resentimiento revanchista. Los que dudan, en cambio, tienen bases más sólidas para fundamentar el pesimismo. Aun sin posesionarse, a cada decisión anunciada de AMLO, el peso se ha devaluado y ha habido fuga de capitales.
¿Una conjura del gran capital contra un gobierno de izquierda? Tal vez. Los algoritmos que deciden la inversión internacional se basan en parte en cierta percepción subjetiva; pero dependen también de cifras frías. Si AMLO dice que ningún funcionario podrá tener más sueldo que él, y si además se baja su salario a US$5.000, se sabe que los cuadros técnicos que hacen marchar empresas estatales muy importantes buscarán trabajo fuera del Estado. La medida, muy popular, se vuelve populista si los cerebros más preparados dejan de trabajar en el gobierno.
Cuando las decisiones las toma un solo hombre, sin oír a nadie, sin expertos, y cuando el núcleo duro que lo rodea tiene más ideología que conocimientos prácticos, hay graves riesgos de que la ineficiencia conduzca al desbarajuste, a la crisis económica, y esos malos resultados, a su vez, a nuevas decisiones autoritarias.