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Cuando decimos que estamos apagando incendios, lo que queremos decir, en sentido figurado, es que todo es de afán (los incendios no dan tiempo) y que no nos podemos concentrar en lo fundamental, sino en lo urgente. Cuando el gobierno dice, en el caso de la salud pública, que se quiere dedicar a la medicina preventiva –la muy venerable especialidad de mi padre– sienta una posición filosóficamente impecable, que no significa, sin embargo, que se puedan cerrar los servicios de urgencias.
Medicina preventiva es, por ejemplo, que la gente no se mueva en moto por todas partes, sino en un servicio de transporte público efectivo (tren, metro, tranvía, buses suburbanos), pero como a los populistas les interesan mucho más los votos que la salud pública, les rebaja el seguro a las motos y ni se plantea cobrarles peaje como a cualquier otro medio de transporte que contamine y ocupe espacio. En estos días salió un estudio que muestra que Colombia es, entre 43 países estudiados, la región del mundo con más accidentes de tránsito y con más muertos y heridos por los mismos. Esta es una emergencia casi tan urgente como la de los incendios.
Una cuestión análoga a la anterior es la del cambio climático. Filosóficamente la política preventiva es adecuada: hay que concentrarse en las causas del cambio climático, que tienen que ver con la emisión de gases de efecto invernadero. Pero resulta que el calentamiento es global y no local. Por mucho que yo siembre un bosque en mi finquita (cosa muy loable y que merece aplausos), la temperatura no cambia en mi país y ni siquiera en mi pueblo. Por mucho que yo decida no explotar aquí gas ni gasolina (pero consuma el combustible de los vecinos), si esto no se hace en el mundo entero, el efecto global de mi buena acción es casi nulo.
A esto se añade una especie de reflejo condicionado en el discurso de los populistas: como en el país hay pobres y el gobierno dice hablar siempre por los pobres, el país se cree pobre. Esto se traduce en un discurso lastimero: como somos pobres, no somos capaces. Y en los escenarios internacionales se exhibe una actitud ya no de pobre, sino de miserable, de mendigo: en Davos o en Nueva York a lo que voy es a pasar el sombrero. Yo vengo de un país pobre, denme plata o perdónenme las deudas y les cuido la selva.
Ese complejo de pobre crea el mismo reflejo condicionado en el caso de los incendios reales. En vez de darle presupuesto, equipo y directivos idóneos a la UNGRD, se designan burócratas con las credenciales ideológicas correctas (bien mamertos), pero sin conocimiento técnico ni capacidad de gestión. En lugar de brindar todo el apoyo a los bomberos, o en vez de darles mantenimiento a los aviones y helicópteros que sirven para apagar incendios (están en tierra sin repuestos) lo que hace el populismo, de nuevo, es dedicarse al discurso pordiosero: “Activamos todos los protocolos para pedir ayuda internacional”. Y empiezan por la ONU, que no puede con las guerras y va a poder con los incendios. Su respuesta fue que “a la espera de la solicitud formal del gobierno” (por ahora solo gritos en los micrófonos), dará los primeros pasos para coordinar con la oficina de coordinación, de modo que se coordine lo que sea posible que coordinemos, etc.
Basta abrir la página de Wikipedia para saber que Colombia está muy lejos de ser clasificado como un país pobre. En un mundo con 195 países, Colombia ocupa el lugar 30º en el PIB y su índice de desarrollo humano está entre Alto y Muy Alto. Mejor dicho, no clasificamos como pobres, y mucho menos como miserables. Es ridículo salir al mundo a pasar el sombrero. Hay que hacer medicina preventiva (acueductos, vacunas, alcantarillas, atención primaria), pero no cerrar los servicios de urgencias ni los quirófanos. Hay que luchar contra el cambio climático, pero no descuidar a los bomberos, y estar preparados para apagar incendios con aviones. La sequía y los incendios se combaten con prevención, claro, pero también con mangueras.