Una vez el fotógrafo Daniel Mordzinsky, hace muchos años, me pidió que escribiera una página sobre París para un libro de fotos que estaba haciendo sobre escritores de paso por su ciudad. Lo hice, pero con esa desfachatez escandalosa de la juventud, lo primero que se me ocurrió escribir fue que “París es una puta demasiado cara para mí”. Es triste y boba esa época de la vida en la que uno cree que toda la ignorancia, toda la envidia y todo el resentimiento se pueden despachar con una grosería. Esa ciudad maravillosa, construida durante decenas de siglos con el esfuerzo y el trabajo de millones de personas, no perdía nada con el insulto de un pobre diablo. Casi la vi sonreír, con el desdén enigmático al que recurre la belleza cuando un tonto la desprecia.
Con el tiempo, tal vez con la vejez, he aprendido a entender y a querer los miles de rostros de París, la aglomeración de pequeños pueblos que viven dentro de ella, los secretos de su subsuelo y sus vinos, sus formas de ser sencilla y elegante, discreta y monumental, recatada y exhibicionista. Librerías, museos, bibliotecas, universidades, teatros, palacios, avenidas, hospitales, cafés… Sigue siendo cara, muy cara, sí, porque todos los ricos del mundo sueñan con tener una casa allí, pero ya sé que sus precios no son culpa suya, sino que se deben a la inflación natural de un sitio cuando todos lo codician.
Este año he tenido la rara experiencia de pasar más tiempo en Francia que en mi propio país. Primero asistí a un festival en Laval; después me prestaron una casa en Dordoña donde me dediqué a leer a Voltaire; más adelante fui de periodista al Tour de France, y la semana pasada regresé para algunas de las actividades de Colombia en Francia, un intercambio de experiencias entre la política, la música, el arte, el cine, la gastronomía, y en general la cultura de los dos países. A una mujer extraordinaria, Anne Louyot, se le metió en la cabeza esta idea de volver a acercar a nuestros dos países, y lo logró.
Cada colombiano que ama la cultura francesa tiene de ella su propia mirada y su propia pasión. Yuri Buenaventura combina las músicas de aquí y de allá; William Ospina acerca la música verbal de los dos mundos, y conjuga la poesía de Baudelaire con la de Barba Jacob; Santiago Gamboa se sabe de memoria hasta la obsesión la vida de Rimbaud; Luis Caballero se apropió de Manet y de la libertad; Mauricio García retoma la agudeza de un gran observador: Tocqueville; Fernando Botero ha pintado aquí lo más sincero de su obra; Nairo y Rigo entregan el corazón en sus montañas; Ingrid Betancourt ha leído en Pascal su sed de Dios; Jorge Orlando Melo es un adelantado discípulo de Montaigne; yo, modestamente, he tratado de no olvidar la gracia de Voltaire y de Stendhal; y hasta un político como Sergio Fajardo aprende de Macron a mantener el centro y a no dejarse desviar por la ira de los extremistas.
Los escritores existimos en otras culturas gracias a nuestros traductores y editores. En mi caso estos se llaman Anne Proenza de Lattès, y Albert Bensoussan y Gustavo Guerrero de Gallimard. Pero este escrito no quiere ser una lista de agradecimientos. Lo que quisiera resaltar, en realidad, es de qué manera una cultura antigua y rica como la francesa ha nutrido esta cultura nuestra, más fresca y joven, pero mucho menos honda todavía. García Márquez bebió de Rabelais; De Greiff de Verlaine; José Asunción Silva de Huysman; Mutis fue un mudo discípulo de Proust; Cuervo de Boileau; Fernando Vallejo de Céline; los nadaístas del la vanguardia surrealista de Breton.
Y Colombia no es, sin embargo, un país para nada afrancesado. Ojalá lo fuera un poco más, en realidad. Después de recorrer la Francia profunda, de ver su protección cuidadosa del paisaje y de los pueblos, después de comprobar que de puta París no tiene ni un pelo, después de todas estas lecturas y experiencias solo me quedan, de la dulce Francia, una sensación de asombro y gratitud.
Una vez el fotógrafo Daniel Mordzinsky, hace muchos años, me pidió que escribiera una página sobre París para un libro de fotos que estaba haciendo sobre escritores de paso por su ciudad. Lo hice, pero con esa desfachatez escandalosa de la juventud, lo primero que se me ocurrió escribir fue que “París es una puta demasiado cara para mí”. Es triste y boba esa época de la vida en la que uno cree que toda la ignorancia, toda la envidia y todo el resentimiento se pueden despachar con una grosería. Esa ciudad maravillosa, construida durante decenas de siglos con el esfuerzo y el trabajo de millones de personas, no perdía nada con el insulto de un pobre diablo. Casi la vi sonreír, con el desdén enigmático al que recurre la belleza cuando un tonto la desprecia.
Con el tiempo, tal vez con la vejez, he aprendido a entender y a querer los miles de rostros de París, la aglomeración de pequeños pueblos que viven dentro de ella, los secretos de su subsuelo y sus vinos, sus formas de ser sencilla y elegante, discreta y monumental, recatada y exhibicionista. Librerías, museos, bibliotecas, universidades, teatros, palacios, avenidas, hospitales, cafés… Sigue siendo cara, muy cara, sí, porque todos los ricos del mundo sueñan con tener una casa allí, pero ya sé que sus precios no son culpa suya, sino que se deben a la inflación natural de un sitio cuando todos lo codician.
Este año he tenido la rara experiencia de pasar más tiempo en Francia que en mi propio país. Primero asistí a un festival en Laval; después me prestaron una casa en Dordoña donde me dediqué a leer a Voltaire; más adelante fui de periodista al Tour de France, y la semana pasada regresé para algunas de las actividades de Colombia en Francia, un intercambio de experiencias entre la política, la música, el arte, el cine, la gastronomía, y en general la cultura de los dos países. A una mujer extraordinaria, Anne Louyot, se le metió en la cabeza esta idea de volver a acercar a nuestros dos países, y lo logró.
Cada colombiano que ama la cultura francesa tiene de ella su propia mirada y su propia pasión. Yuri Buenaventura combina las músicas de aquí y de allá; William Ospina acerca la música verbal de los dos mundos, y conjuga la poesía de Baudelaire con la de Barba Jacob; Santiago Gamboa se sabe de memoria hasta la obsesión la vida de Rimbaud; Luis Caballero se apropió de Manet y de la libertad; Mauricio García retoma la agudeza de un gran observador: Tocqueville; Fernando Botero ha pintado aquí lo más sincero de su obra; Nairo y Rigo entregan el corazón en sus montañas; Ingrid Betancourt ha leído en Pascal su sed de Dios; Jorge Orlando Melo es un adelantado discípulo de Montaigne; yo, modestamente, he tratado de no olvidar la gracia de Voltaire y de Stendhal; y hasta un político como Sergio Fajardo aprende de Macron a mantener el centro y a no dejarse desviar por la ira de los extremistas.
Los escritores existimos en otras culturas gracias a nuestros traductores y editores. En mi caso estos se llaman Anne Proenza de Lattès, y Albert Bensoussan y Gustavo Guerrero de Gallimard. Pero este escrito no quiere ser una lista de agradecimientos. Lo que quisiera resaltar, en realidad, es de qué manera una cultura antigua y rica como la francesa ha nutrido esta cultura nuestra, más fresca y joven, pero mucho menos honda todavía. García Márquez bebió de Rabelais; De Greiff de Verlaine; José Asunción Silva de Huysman; Mutis fue un mudo discípulo de Proust; Cuervo de Boileau; Fernando Vallejo de Céline; los nadaístas del la vanguardia surrealista de Breton.
Y Colombia no es, sin embargo, un país para nada afrancesado. Ojalá lo fuera un poco más, en realidad. Después de recorrer la Francia profunda, de ver su protección cuidadosa del paisaje y de los pueblos, después de comprobar que de puta París no tiene ni un pelo, después de todas estas lecturas y experiencias solo me quedan, de la dulce Francia, una sensación de asombro y gratitud.