“Con tres dedos se escribe, pero duele todo el cuerpo”. Un copista medieval en medio de su ardua labor de transcribir a mano, en perfecta caligrafía, algún libro importante, se desahogó en algún momento de su oficio apuntando esa frase disimuladamente en un ladillo del códice que debía copiar de día y de noche en su scriptorium. Antes de la imprenta, se sabe, los libros había que hacerlos uno por uno, y a mano. En realidad, al menos los propios libros, algunos escritores los hacemos también a mano, quizá no siempre, pero sí en la primera versión. Con tres dedos, sí, y a veces con el dolor de todo el cuerpo.
Hoy, domingo 23 de abril, es el día del libro. Aunque las fechas no cuadren perfectamente, la Unesco escogió este día por ser –más o menos– el de la muerte de Cervantes, Shakespeare y el inca Garcilaso de la Vega. Un editor y traductor valenciano, Vicente Clavel, se le adelantó más de sesenta años a la Unesco y consiguió que Alfonso XIII decretara el 23 de abril como Día del Libro desde la tercera década del siglo pasado. Si bien el propósito inicial podría parecer más comercial que cultural, lo que empezó con ánimo de lucro ha desembocado en algo mucho más trascendente: el fomento de la lectura en todo el mundo.
De lo local, la idea de Vicente Clavel se irradió a lo global. En la muy catalana fiesta de Sant Jordi, que se celebra hoy también en Barcelona, donde estoy, se cumple el rito pagano de regalar un libro y una flor (quizá por influencia del apellido y no solo del oficio del fundador). Coincide esta fecha con el primer domingo de la Feria del Libro de Bogotá. También aquí lo comercial y lo cultural, en un matrimonio por conveniencia bien avenido, promueven una industria importantísima (la editorial) para cualquier sociedad que considere la educación, el desarrollo mental de sus gentes, como un objetivo deseable. La idea ilustrada de ilustrarse (de aprender, de atreverse a pensar y de considerar que es más libre quien más sabe) no es incompatible con el hecho de que mucha gente se gane la vida gracias a los libros.
Hay cierto puritanismo ideológico que donde huele negocio (nec-otium, la negación del ocio) se escandaliza. Un escándalo así a la larga es dañino. Para que un libro se escriba y se produzca con buenos resultados hay un largo proceso, una acumulación de trabajos que deben ser remunerados debidamente. Con tres dedos se escribe, pero duele todo el libro. Este también se lee y se elige, se diseña, se traduce, se copia, se corrige, se imprime, se le escoge el papel, se piensa en sus tintas, se distribuye, se encuaderna, se transporta, se exhibe, se guarda, se cuida. Cuando los jueces no condenan a los impresores piratas (con la engañosa justificación de que los libros son caros) están permitiendo (Colombia es un paraíso de la piratería) que se les robe a muchos: al que escribe, al que diseña, a quien corrige, edita, traduce, etc.
Nadie en La Noche de los Libros de Madrid, ni en el Sant Jordi barcelonés, se me acerca con un libro pirata en la mano para que se lo firme. En Colombia, en cambio, esto me ocurre a menudo y con mucha gente. Y no precisamente con estudiantes pobres. Me pasa más en colegios privados que en colegios públicos. Las señoras emperifolladas y los doctores de saco y corbata suelen ser los más cínicos. No les da vergüenza. A veces dicen: “ya sé que es pirata, lo compré en un semáforo, pero es que vale diez en lugar de cuarenta, a usted no le importa, ¿cierto?”. Estos estafadores desprecian una larga cadena de esfuerzos y méritos: leer mucha basura hasta encontrar algo bueno, corregir con cuidado, escoger una buena cubierta, respetar la estética y los colores del diseño, apoyar el oficio del librero, del editor y del bibliotecario. En los libros piratas he decidido poner siempre la misma dedicatoria. “Para X, ladrón del trabajo. Con tres dedos se escribe, pero duele todo el cuerpo”. Y sigla, en vez de rúbrica.
“Con tres dedos se escribe, pero duele todo el cuerpo”. Un copista medieval en medio de su ardua labor de transcribir a mano, en perfecta caligrafía, algún libro importante, se desahogó en algún momento de su oficio apuntando esa frase disimuladamente en un ladillo del códice que debía copiar de día y de noche en su scriptorium. Antes de la imprenta, se sabe, los libros había que hacerlos uno por uno, y a mano. En realidad, al menos los propios libros, algunos escritores los hacemos también a mano, quizá no siempre, pero sí en la primera versión. Con tres dedos, sí, y a veces con el dolor de todo el cuerpo.
Hoy, domingo 23 de abril, es el día del libro. Aunque las fechas no cuadren perfectamente, la Unesco escogió este día por ser –más o menos– el de la muerte de Cervantes, Shakespeare y el inca Garcilaso de la Vega. Un editor y traductor valenciano, Vicente Clavel, se le adelantó más de sesenta años a la Unesco y consiguió que Alfonso XIII decretara el 23 de abril como Día del Libro desde la tercera década del siglo pasado. Si bien el propósito inicial podría parecer más comercial que cultural, lo que empezó con ánimo de lucro ha desembocado en algo mucho más trascendente: el fomento de la lectura en todo el mundo.
De lo local, la idea de Vicente Clavel se irradió a lo global. En la muy catalana fiesta de Sant Jordi, que se celebra hoy también en Barcelona, donde estoy, se cumple el rito pagano de regalar un libro y una flor (quizá por influencia del apellido y no solo del oficio del fundador). Coincide esta fecha con el primer domingo de la Feria del Libro de Bogotá. También aquí lo comercial y lo cultural, en un matrimonio por conveniencia bien avenido, promueven una industria importantísima (la editorial) para cualquier sociedad que considere la educación, el desarrollo mental de sus gentes, como un objetivo deseable. La idea ilustrada de ilustrarse (de aprender, de atreverse a pensar y de considerar que es más libre quien más sabe) no es incompatible con el hecho de que mucha gente se gane la vida gracias a los libros.
Hay cierto puritanismo ideológico que donde huele negocio (nec-otium, la negación del ocio) se escandaliza. Un escándalo así a la larga es dañino. Para que un libro se escriba y se produzca con buenos resultados hay un largo proceso, una acumulación de trabajos que deben ser remunerados debidamente. Con tres dedos se escribe, pero duele todo el libro. Este también se lee y se elige, se diseña, se traduce, se copia, se corrige, se imprime, se le escoge el papel, se piensa en sus tintas, se distribuye, se encuaderna, se transporta, se exhibe, se guarda, se cuida. Cuando los jueces no condenan a los impresores piratas (con la engañosa justificación de que los libros son caros) están permitiendo (Colombia es un paraíso de la piratería) que se les robe a muchos: al que escribe, al que diseña, a quien corrige, edita, traduce, etc.
Nadie en La Noche de los Libros de Madrid, ni en el Sant Jordi barcelonés, se me acerca con un libro pirata en la mano para que se lo firme. En Colombia, en cambio, esto me ocurre a menudo y con mucha gente. Y no precisamente con estudiantes pobres. Me pasa más en colegios privados que en colegios públicos. Las señoras emperifolladas y los doctores de saco y corbata suelen ser los más cínicos. No les da vergüenza. A veces dicen: “ya sé que es pirata, lo compré en un semáforo, pero es que vale diez en lugar de cuarenta, a usted no le importa, ¿cierto?”. Estos estafadores desprecian una larga cadena de esfuerzos y méritos: leer mucha basura hasta encontrar algo bueno, corregir con cuidado, escoger una buena cubierta, respetar la estética y los colores del diseño, apoyar el oficio del librero, del editor y del bibliotecario. En los libros piratas he decidido poner siempre la misma dedicatoria. “Para X, ladrón del trabajo. Con tres dedos se escribe, pero duele todo el cuerpo”. Y sigla, en vez de rúbrica.