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                                                                                                                                Desconéctate, desconéctame

                                                                                                                                Creo que nunca en la vida he probado una droga tan adictiva como la del teléfono inteligente. Hace años mi último contacto con la realidad (o con la irrealidad) antes de dormirme eran las páginas de un libro, las letras que el sueño iba desenfocando, las ideas que ya no se entendían porque la mente empezaba a estar más cerca de Morfeo que de cualquiera de las diosas de la vigilia del día. Otro ritual de muchos, al acostarse, era una oración al dios o a la santa en que creían. O quizás una última caricia o un último beso a la vecina. Ahora, casi siempre, mi último contacto con la realidad (virtual) es el azuloso titilar de la pantalla de mi teléfono, abierto bien sea en un artículo, en una red social, en un chat.

                                                                                                                                PUBLICIDAD
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                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                No digo que no sea mágico, increíble, estupendo. Si no fuera magnífico, si no produjera una especie de satisfacción como la que produce (me imagino) la morfina, no estaríamos todos tan aficionados a esta hambre de saber, de conectarnos de inmediato y en pocos segundos creer que ya estamos al día.

                                                                                                                                La cuestión es que esta sed no se sacia a finales de la noche ni a principios del día. Como ocurre con los viciosos, necesitamos mirar a toda hora el aparatico. Interactuar con él, actualizarnos, dar un like o un retuit, escribir una respuesta irónica al insulto más ofensivo. Y con esto aparecen nuevas actitudes, nuevas molestias, nuevas caídas en el descuido de los otros y en la mala educación con quienes nos rodean. La atención ya no está dedicada a nadie por entero, sino que se comparte, dividida entre las personas que tenemos al frente y las que están, quizá, al otro lado del mundo. En el trabajo, en la mesa, en las reuniones, durante la clase, al desayuno, al almuerzo, a la comida. Si ya los niños no nos hablan por estar conectados, entonces ahora también los adultos hemos resuelto imitarlos y actuamos como niños ensimismados (más bien enajenados) en el contenido del pequeño smartphone en el que consultamos, con el que interactuamos, en el que nos hundimos distraídos.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Creo que nunca en la vida he probado una droga tan adictiva como la del teléfono inteligente. Hace años mi último contacto con la realidad (o con la irrealidad) antes de dormirme eran las páginas de un libro, las letras que el sueño iba desenfocando, las ideas que ya no se entendían porque la mente empezaba a estar más cerca de Morfeo que de cualquiera de las diosas de la vigilia del día. Otro ritual de muchos, al acostarse, era una oración al dios o a la santa en que creían. O quizás una última caricia o un último beso a la vecina. Ahora, casi siempre, mi último contacto con la realidad (virtual) es el azuloso titilar de la pantalla de mi teléfono, abierto bien sea en un artículo, en una red social, en un chat.

                                                                                                                                PUBLICIDAD
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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                La cuestión es que esta sed no se sacia a finales de la noche ni a principios del día. Como ocurre con los viciosos, necesitamos mirar a toda hora el aparatico. Interactuar con él, actualizarnos, dar un like o un retuit, escribir una respuesta irónica al insulto más ofensivo. Y con esto aparecen nuevas actitudes, nuevas molestias, nuevas caídas en el descuido de los otros y en la mala educación con quienes nos rodean. La atención ya no está dedicada a nadie por entero, sino que se comparte, dividida entre las personas que tenemos al frente y las que están, quizá, al otro lado del mundo. En el trabajo, en la mesa, en las reuniones, durante la clase, al desayuno, al almuerzo, a la comida. Si ya los niños no nos hablan por estar conectados, entonces ahora también los adultos hemos resuelto imitarlos y actuamos como niños ensimismados (más bien enajenados) en el contenido del pequeño smartphone en el que consultamos, con el que interactuamos, en el que nos hundimos distraídos.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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