Novak Djokovic sostiene que el agua sucia puede purificarse mediante la oración y la fe. Allá él. Me parece que el hombre, gran jugador de tenis, no es un gran pensador, pero aun así tiene todo el derecho a creer tonterías como esa. Con ciertas condiciones prácticas, por supuesto. Por ejemplo, que el agua purificada mediante rezos se la tome solo él, y que no pretenda dirigir un acueducto con semejantes técnicas de depuración. Mientras una creencia así se mantenga en el ámbito privado y no involucre a nadie más, adelante, que se intoxique solo. También tiene derecho a sostener que las vacunas contra el coronavirus son dañinas e incluso tiene derecho a no ponérselas. No obstante, en este caso, las consecuencias de su decisión son más serias. Así como él tiene la libertad de no vacunarse, la sociedad, los Estados, las autoridades australianas, tienen la libertad de prohibirle la entrada a sitios públicos, a un país, o al lugar donde pretende jugar un torneo.
El debate sobre la obligatoriedad de las vacunas no es sencillo porque se enfrentan valores al mismo tiempo esenciales e incompatibles. Por un lado, la libertad individual, la libertad de pensamiento y de acción, y por el otro, la salud pública. ¿Podemos obligar a otros a hacer aquello que, según el consenso científico, les conviene? Cuando la negativa a hacer lo conveniente tiene consecuencias solo para el individuo, debería prevalecer la libertad. Los gordos no tienen la obligación de ponerse a dieta, ni los fumadores a dejar de fumar, ni los bebedores a dejar de beber, ni los drogadictos a dejar de drogarse. Muchos hemos combatido por la defensa de estas libertades individuales.
Sin embargo, cuando el comportamiento o el consumo cuestionado pone en riesgo a otros, o interfiere con otras libertades ajenas, es necesario imponer límites a esa libertad. La gente es libre de tomar alcohol, pero no de conducir borracha. Se puede fumar tabaco o marihuana, pero no en cualquier parte, sino en espacios abiertos específicos. Los jóvenes pueden drogarse, pero no en clase ni en la universidad. En este sentido, el comentario de Rafael Nadal sobre el caso de su colega Djokovic es perfectamente razonable: “Novak tiene derecho a decidir, pero las condiciones para participar se sabían desde hace meses”.
En todo caso la discusión de fondo es si puede haber, frente a las vacunas, una especie de objeción de conciencia, es decir, si alguien puede oponerse al consenso científico y médico mayoritario. También en este caso el asunto cambia cuando las consecuencias son solo individuales y no sociales. No hacerse transfusiones de sangre por convicciones religiosas involucra al individuo, pero no pone en riesgo a los demás, salvo algunas cargas sociales que pudieran ocasionarse al sistema público de seguridad social. El cinturón de seguridad es obligatorio porque en caso de lesiones graves del individuo el peso de su tratamiento recae sobre todos los que pagan impuestos.
Las vacunas para enfermedades que no sean contagiosas por contacto entre seres humanos (el tétano, por ejemplo) no deberían ser obligatorias. Pero cuando enfermarse después de no vacunarse pone en riesgo a los demás, y sobre todo a los inmunodeprimidos o a aquellos que por motivos médicos reales no se pueden vacunar, no parece descabellado imponer, como acaba de hacer Italia, la vacunación obligatoria. Antes de la pandemia que ha trastornado la vida en todo el mundo, la discusión sobre si las vacunas deben ser obligatorias o no parecía menos urgente. De hecho, por culpa de la insensatez de los padres antivacunas, muchas enfermedades transmisibles han venido creciendo incluso en países de alto desarrollo económico y de nuevo hay niños que se mueren por difteria o tosferina. Es posible que en adelante, cuando se detecte un brote importante de contagios en cualquier enfermedad infecciosa para la que haya vacuna, se imponga el criterio de hacerla obligatoria por conveniencia general.
Novak Djokovic sostiene que el agua sucia puede purificarse mediante la oración y la fe. Allá él. Me parece que el hombre, gran jugador de tenis, no es un gran pensador, pero aun así tiene todo el derecho a creer tonterías como esa. Con ciertas condiciones prácticas, por supuesto. Por ejemplo, que el agua purificada mediante rezos se la tome solo él, y que no pretenda dirigir un acueducto con semejantes técnicas de depuración. Mientras una creencia así se mantenga en el ámbito privado y no involucre a nadie más, adelante, que se intoxique solo. También tiene derecho a sostener que las vacunas contra el coronavirus son dañinas e incluso tiene derecho a no ponérselas. No obstante, en este caso, las consecuencias de su decisión son más serias. Así como él tiene la libertad de no vacunarse, la sociedad, los Estados, las autoridades australianas, tienen la libertad de prohibirle la entrada a sitios públicos, a un país, o al lugar donde pretende jugar un torneo.
El debate sobre la obligatoriedad de las vacunas no es sencillo porque se enfrentan valores al mismo tiempo esenciales e incompatibles. Por un lado, la libertad individual, la libertad de pensamiento y de acción, y por el otro, la salud pública. ¿Podemos obligar a otros a hacer aquello que, según el consenso científico, les conviene? Cuando la negativa a hacer lo conveniente tiene consecuencias solo para el individuo, debería prevalecer la libertad. Los gordos no tienen la obligación de ponerse a dieta, ni los fumadores a dejar de fumar, ni los bebedores a dejar de beber, ni los drogadictos a dejar de drogarse. Muchos hemos combatido por la defensa de estas libertades individuales.
Sin embargo, cuando el comportamiento o el consumo cuestionado pone en riesgo a otros, o interfiere con otras libertades ajenas, es necesario imponer límites a esa libertad. La gente es libre de tomar alcohol, pero no de conducir borracha. Se puede fumar tabaco o marihuana, pero no en cualquier parte, sino en espacios abiertos específicos. Los jóvenes pueden drogarse, pero no en clase ni en la universidad. En este sentido, el comentario de Rafael Nadal sobre el caso de su colega Djokovic es perfectamente razonable: “Novak tiene derecho a decidir, pero las condiciones para participar se sabían desde hace meses”.
En todo caso la discusión de fondo es si puede haber, frente a las vacunas, una especie de objeción de conciencia, es decir, si alguien puede oponerse al consenso científico y médico mayoritario. También en este caso el asunto cambia cuando las consecuencias son solo individuales y no sociales. No hacerse transfusiones de sangre por convicciones religiosas involucra al individuo, pero no pone en riesgo a los demás, salvo algunas cargas sociales que pudieran ocasionarse al sistema público de seguridad social. El cinturón de seguridad es obligatorio porque en caso de lesiones graves del individuo el peso de su tratamiento recae sobre todos los que pagan impuestos.
Las vacunas para enfermedades que no sean contagiosas por contacto entre seres humanos (el tétano, por ejemplo) no deberían ser obligatorias. Pero cuando enfermarse después de no vacunarse pone en riesgo a los demás, y sobre todo a los inmunodeprimidos o a aquellos que por motivos médicos reales no se pueden vacunar, no parece descabellado imponer, como acaba de hacer Italia, la vacunación obligatoria. Antes de la pandemia que ha trastornado la vida en todo el mundo, la discusión sobre si las vacunas deben ser obligatorias o no parecía menos urgente. De hecho, por culpa de la insensatez de los padres antivacunas, muchas enfermedades transmisibles han venido creciendo incluso en países de alto desarrollo económico y de nuevo hay niños que se mueren por difteria o tosferina. Es posible que en adelante, cuando se detecte un brote importante de contagios en cualquier enfermedad infecciosa para la que haya vacuna, se imponga el criterio de hacerla obligatoria por conveniencia general.