Para la cumbre del G-20 en Hamburgo, Emmanuel Macron le tenía un regalito —o mejor: una lección de ecología— al presidente Trump, que tras su anterior visita a Europa renunció al acuerdo climático de París. El ministro de la Transición Ecológica y famoso ambientalista, Nicolas Hulot, anunció (sin corbata) que a partir del 2040 en Francia no se van a poder comercializar vehículos que emitan gases de efecto invernadero. En otras palabras, dentro de 22 años no habrá carros movidos por diesel ni por gasolina en toda Francia.
Pero el objetivo es aún más ambicioso: para 2050 Francia tendrá que ser un país “neutro” en términos de carbono. Esto quiere decir que el carbono emitido será igual o inferior a la capacidad de absorber carbono de los bosques franceses. Para lograrlo, no habrá en Francia más exploraciones ni explotaciones de hidrocarburos. Las centrales termoeléctricas a base de carbón tendrán que cerrar en el 2022. Y dejarán de importar alimentos que se produzcan por deforestación, por ejemplo la soya que produce Brasil a partir de la destrucción de la Amazonia.
Esta misma semana la fábrica Volvo anunció que a partir del 2019 solamente va a producir carros híbridos o eléctricos. Y otros países ya han implementado políticas ambientales más ambiciosas: India busca que todo su parque automotor sea eléctrico en 2025, y ya Noruega consiguió, esta misma semana, que el número de vehículos eléctricos vendidos superara al de los automóviles tradicionales.
Mientras esto ocurre en países sensatos, en Colombia supimos que la tasa de deforestación de Antioquia y Chocó ha sido este año la más alta en decenios. En lugar de cuidar los bosques y las selvas, estamos destrozando aquello que la guerra, paradójicamente, había protegido. En el campo, en cuanto baja la tasa de violencia, sube la de deforestación. Es posible que Colombia, con las inmensas selvas que tiene todavía, sea un país que absorbe más carbono del que emite (no sé si estos cálculos ya se habrán hecho aquí también), pero en vez de encaminarnos a ser una potencia verde del agua y la absorción de carbono, nos dedicamos a dejar de serlo.
Una de nuestras grandes virtudes es que producimos la mayor parte de nuestra electricidad con una de las fuentes menos dañinas para el medio ambiente. Pese a sus detractores, que los hay, y muy fuertes, las hidroeléctricas son una de las pocas grandes obras de ingeniería bonitas y benéficas producidas por la mano del hombre. Al menos al sumar beneficios y restar daños, y en vista de que no creo que estemos dispuestos a renunciar a la electricidad, esta fuente de energía, bien diseñada y en los sitios adecuados, es la que deberíamos seguir apoyando.
También deberíamos embarcarnos aquí en proyectos más grandes de estímulo a los carros eléctricos. Si la Renault ha recogido en Francia el reto de Macron y su modelo eléctrico ZOE es el más vendido en Europa, no entiendo qué estamos esperando aquí para que por ejemplo la ensambladora local Renault empiece a producir también modelos eléctricos, quizá con algún apoyo fiscal del Estado para estimular el transporte limpio, y con inversiones para que se pueda disponer de abundantes puntos de recarga de baterías. Se calcula que en el año 2025 los carros eléctricos van a costar lo mismo que los de motor de explosión. En vez de dormirnos en los dudosos laureles de nuestros pozos de petróleo inexplorados o de nuevas minas de carbón que no tendremos a quién vender, nos tendríamos que concentrar en energías limpias: la solar, con enormes posibilidades en los Llanos Orientales; y la hidroeléctrica, que todavía tiene mucho potencial, pero a la que cada vez se imponen trabas exageradas e inútiles.
No tiene sentido que unos pocos importadores se sigan forrando de plata importando motos chinas de motores ultra contaminantes. Bicicletas eléctricas o motos eléctricas de baja velocidad deberían recibir los estímulos. Y los vehículos que producen carbono, mucha más carga fiscal.
Para la cumbre del G-20 en Hamburgo, Emmanuel Macron le tenía un regalito —o mejor: una lección de ecología— al presidente Trump, que tras su anterior visita a Europa renunció al acuerdo climático de París. El ministro de la Transición Ecológica y famoso ambientalista, Nicolas Hulot, anunció (sin corbata) que a partir del 2040 en Francia no se van a poder comercializar vehículos que emitan gases de efecto invernadero. En otras palabras, dentro de 22 años no habrá carros movidos por diesel ni por gasolina en toda Francia.
Pero el objetivo es aún más ambicioso: para 2050 Francia tendrá que ser un país “neutro” en términos de carbono. Esto quiere decir que el carbono emitido será igual o inferior a la capacidad de absorber carbono de los bosques franceses. Para lograrlo, no habrá en Francia más exploraciones ni explotaciones de hidrocarburos. Las centrales termoeléctricas a base de carbón tendrán que cerrar en el 2022. Y dejarán de importar alimentos que se produzcan por deforestación, por ejemplo la soya que produce Brasil a partir de la destrucción de la Amazonia.
Esta misma semana la fábrica Volvo anunció que a partir del 2019 solamente va a producir carros híbridos o eléctricos. Y otros países ya han implementado políticas ambientales más ambiciosas: India busca que todo su parque automotor sea eléctrico en 2025, y ya Noruega consiguió, esta misma semana, que el número de vehículos eléctricos vendidos superara al de los automóviles tradicionales.
Mientras esto ocurre en países sensatos, en Colombia supimos que la tasa de deforestación de Antioquia y Chocó ha sido este año la más alta en decenios. En lugar de cuidar los bosques y las selvas, estamos destrozando aquello que la guerra, paradójicamente, había protegido. En el campo, en cuanto baja la tasa de violencia, sube la de deforestación. Es posible que Colombia, con las inmensas selvas que tiene todavía, sea un país que absorbe más carbono del que emite (no sé si estos cálculos ya se habrán hecho aquí también), pero en vez de encaminarnos a ser una potencia verde del agua y la absorción de carbono, nos dedicamos a dejar de serlo.
Una de nuestras grandes virtudes es que producimos la mayor parte de nuestra electricidad con una de las fuentes menos dañinas para el medio ambiente. Pese a sus detractores, que los hay, y muy fuertes, las hidroeléctricas son una de las pocas grandes obras de ingeniería bonitas y benéficas producidas por la mano del hombre. Al menos al sumar beneficios y restar daños, y en vista de que no creo que estemos dispuestos a renunciar a la electricidad, esta fuente de energía, bien diseñada y en los sitios adecuados, es la que deberíamos seguir apoyando.
También deberíamos embarcarnos aquí en proyectos más grandes de estímulo a los carros eléctricos. Si la Renault ha recogido en Francia el reto de Macron y su modelo eléctrico ZOE es el más vendido en Europa, no entiendo qué estamos esperando aquí para que por ejemplo la ensambladora local Renault empiece a producir también modelos eléctricos, quizá con algún apoyo fiscal del Estado para estimular el transporte limpio, y con inversiones para que se pueda disponer de abundantes puntos de recarga de baterías. Se calcula que en el año 2025 los carros eléctricos van a costar lo mismo que los de motor de explosión. En vez de dormirnos en los dudosos laureles de nuestros pozos de petróleo inexplorados o de nuevas minas de carbón que no tendremos a quién vender, nos tendríamos que concentrar en energías limpias: la solar, con enormes posibilidades en los Llanos Orientales; y la hidroeléctrica, que todavía tiene mucho potencial, pero a la que cada vez se imponen trabas exageradas e inútiles.
No tiene sentido que unos pocos importadores se sigan forrando de plata importando motos chinas de motores ultra contaminantes. Bicicletas eléctricas o motos eléctricas de baja velocidad deberían recibir los estímulos. Y los vehículos que producen carbono, mucha más carga fiscal.