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Una persona justa a la que quise mucho se refería a su cuerpo de un modo figurativo: “Mis sentimientos están, como mi corazón, a la izquierda; mi razón, como mi cerebro, al centro; mis odios y resentimientos, en mi pequeña vesícula biliar, a la derecha”. Tal vez por imitar esta imagen corporal, a mí me gusta decir que los seres humanos tenemos dos ojos y que tener una mirada incompleta sería cerrar el ojo izquierdo y ver solo por el derecho, o taparse el derecho y ver solo por el izquierdo. Por común que sea este sesgo, es detestable.
Muchas personas tuertas por el lado derecho logran ver y denuncian únicamente los crímenes que comete la izquierda. En el caso colombiano, esto consiste en fijarse solo en los secuestros, los asesinatos, los ataques terroristas y en general los crímenes de la guerrilla. O ponerse un parche en el ojo izquierdo y limitarse a ver los crímenes de la derecha: los falsos positivos, la motosierra paramilitar, los desaparecidos por culpa del Estado, etc.
En los últimos años la Corte Penal Internacional (CPI) ha demostrado que no es un instrumento de las democracias occidentales, sino que es capaz de ver no solo las atrocidades cometidas por los autócratas que se nombran y reeligen a sí mismos, sino también los crímenes de aquellos que dicen ser gobernantes legítimos elegidos popularmente.
En los dos conflictos más peligrosos que hay hoy en el mundo (tan graves que podrían llevarnos a una guerra nuclear, a una catástrofe global, a la destrucción del planeta), el de Israel contra Gaza y los palestinos, y el de Rusia contra Ucrania, la CPI acaba de demostrar que tiene la suficiente ecuanimidad y autoridad como para ver a lado y lado. Aunque sus órdenes de arresto no puedan siempre ponerse en práctica (algunas grandes potencias militares y nucleares, Estados Unidos, China, Israel y Rusia, como saben que tienen un gran rabo de paja, no son signatarias de la CPI y no aceptan la jurisdicción de esta en sus territorios), sus señalamientos tienen gran peso simbólico y representan una carga moral muy importante por la que deben responder —así sea solo en el mundo de las ideas—, los acusados y los condenados.
Hay 124 naciones —entre ellas Colombia y la gran mayoría de los países europeos— que han firmado su adhesión a la CPI y, si son leales a su palabra, tendrían que hacer cumplir en su territorio las órdenes de esta Corte. Estos países también están comprometidos a respetar lo que el más alto tribunal del mundo resuelva. Por esto mismo, un país como el nuestro debería actuar en consecuencia y tratar de ver más allá de sus prejuicios de izquierda o de derecha, de sus inclinaciones democráticas o autoritarias, y acatar lo más simple: condenar a aquellos líderes que la CPI acusa y ordena arrestar para poder juzgarlos. A todos, no solo a los de su ojo bueno.
Aquí, en el gobierno y en la oposición, hay quienes condenan solamente a Hamás o solamente a Israel; hay quienes ven con buenos ojos a Putin, pero no a Netanyahu. Pues bien, contra los líderes de Hamás (Yahya Sinwar, Ismail Haniyeh y Muhamed Deif), de Rusia (Vladímir Putin) y de Israel (Benjamin Netanyahu) la CPI ha expedido órdenes de captura, en los tres casos por crímenes de guerra o crímenes contra la humanidad.
En el caso más reciente, el de este jueves, la CPI acusa a Netanyahu, entre otras cosas, de “privar intencionalmente a la población civil de Gaza de lo más indispensable para la supervivencia, incluyendo comida, agua, medicinas y equipos médicos, además de combustible y electricidad”. Y a Deif, el líder de Hamás (así no se sepa si está vivo o muerto), lo acusa de crímenes contra la humanidad que incluyen el asesinato, la toma de rehenes y la violencia sexual. La orden contra Putin tiene que ver con crímenes de guerra en Ucrania, y su caso es más grave pues por primera vez la CPI acusa a un miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU.
Lo anterior es muy obvio y, sin embargo, pocos hacen lo correcto.