La revista Semana ha formado parte de mi vida como lector desde cuando Felipe López la resucitó en 1983 y la convirtió poco a poco no solo en la mejor revista de Colombia, sino en una de las mejores del continente. La revista ha tenido, como todos los medios, sus altibajos.
Como altos señalo las grandes investigaciones de un periodista extraordinario, Ricardo Calderón, que por su inmensa valentía se ha merecido los más grandes premios que pueda recibir un reportero: medallas y atentados. Otro alto eran las notas políticas dictadas por Felipe López, con su conocimiento perfecto de la corte bogotana, con su malicia y su inteligencia. Más altos: la prosa magistral, elegante, implacable, de Antonio Caballero; la rectitud de Alejandro Santos cuando fue atacado con infamias y amenazas durante el gobierno de Uribe; las grandes revistas, cada una en su género, que lograron hacer Marianne Ponsford en Arcadia y Daniel Samper Ospina en SoHo. No quiero concentrarme en los bajos de los altibajos de Semana, pero señalo dos: la obsesión casi obsecuente con Pablo Escobar y la dirección hiperactiva y errática de Isaac Lee.
Fui columnista y colaborador de Semana durante seis años. Cuando me despedí para vincularme a El Espectador, escribí lo siguiente: “Creo que el sueño de cualquiera que sea o quiera ser columnista en Colombia es que un día le abran un espacio de opinión en la revista Semana. Por lo menos ese era el sueño mío desde que era muy joven, y se me cumplió hace seis años, en el 2002, cuando Alejandro Santos me ofreció una página semanal en esta revista, la más leída del país. Hicimos un pacto: yo podía escribir lo que quisiera sobre cualquier tema, y la revista no iba a interferir en mis opiniones. Mis únicos límites serían los que me impusieran la honestidad intelectual y mi propia conciencia. La revista cumplió estrictamente lo pactado y durante estos años me dio una libertad absoluta, sin un solo regaño, sin comentarios insidiosos, incluso sin halagos. Yo espero haber hecho lo propio”.
Semana creció y se convirtió en la gran revista que llegó a ser con esos principios: libertad para que sus reporteros y columnistas cumplieran con su deber de investigar, verificar y contar los sucesos del país, y, basados en hechos y no en suposiciones o inventos, opinar sobre ellos. La opinión es libre, los hechos sagrados. Pero un virus surgido a lo mejor en China —donde los hechos son los que diga el Partido— y que ahora se propaga también en cierto periodismo norteamericano (Fox), dicta principios distintos: la opinión es la de los dueños del medio, y los hechos se pueden acomodar según lo que convenga a nuestra ideología. El nuevo dueño, Gilinski de apellido, cree en ese tipo de periodismo, el de Fox. Y su alfil en la revista, la gerente Sandra Suárez, exministra de algo, los aplica con grosería: echa por chat al columnista más respetado y leído de Colombia: Daniel Coronell. Y celebra en silencio la renuncia solidaria de otro grande: Daniel Samper Ospina.
De lo que fue Semana no queda casi nada. Acabaron con Arcadia y SoHo y despidieron con una patada en el trasero a sus redactores aprovechando el virus (el de afuera y el de la revista). Lo mismo le ha ocurrido a más de un centenar de empleados administrativos o de la redacción. Importa el negocio. Tratan de imponer como gran periodismo la alharaca y el insulto: los gritos graves de Salud Hernández y los aullidos agudos de Vicky Dávila. Espectáculo, escándalo. Genuflexiones al poder con hechos inventados, si fuese necesario. Les quedan unos cuantos periodistas que necesitan el sueldo y no se pueden ir. Les queda un nombre que ensucian. Ni Felipe López ni Alejandro Santos deberían participar en este naufragio del buen periodismo. Con la frente en alto que todavía tienen, deberían irse. Y que la revista la manejen los Gilinski, con las mismas artimañas con que manejaron sus bancos y tumbaron a empresarios honestos. De eso sí saben, no de periodismo.
La revista Semana ha formado parte de mi vida como lector desde cuando Felipe López la resucitó en 1983 y la convirtió poco a poco no solo en la mejor revista de Colombia, sino en una de las mejores del continente. La revista ha tenido, como todos los medios, sus altibajos.
Como altos señalo las grandes investigaciones de un periodista extraordinario, Ricardo Calderón, que por su inmensa valentía se ha merecido los más grandes premios que pueda recibir un reportero: medallas y atentados. Otro alto eran las notas políticas dictadas por Felipe López, con su conocimiento perfecto de la corte bogotana, con su malicia y su inteligencia. Más altos: la prosa magistral, elegante, implacable, de Antonio Caballero; la rectitud de Alejandro Santos cuando fue atacado con infamias y amenazas durante el gobierno de Uribe; las grandes revistas, cada una en su género, que lograron hacer Marianne Ponsford en Arcadia y Daniel Samper Ospina en SoHo. No quiero concentrarme en los bajos de los altibajos de Semana, pero señalo dos: la obsesión casi obsecuente con Pablo Escobar y la dirección hiperactiva y errática de Isaac Lee.
Fui columnista y colaborador de Semana durante seis años. Cuando me despedí para vincularme a El Espectador, escribí lo siguiente: “Creo que el sueño de cualquiera que sea o quiera ser columnista en Colombia es que un día le abran un espacio de opinión en la revista Semana. Por lo menos ese era el sueño mío desde que era muy joven, y se me cumplió hace seis años, en el 2002, cuando Alejandro Santos me ofreció una página semanal en esta revista, la más leída del país. Hicimos un pacto: yo podía escribir lo que quisiera sobre cualquier tema, y la revista no iba a interferir en mis opiniones. Mis únicos límites serían los que me impusieran la honestidad intelectual y mi propia conciencia. La revista cumplió estrictamente lo pactado y durante estos años me dio una libertad absoluta, sin un solo regaño, sin comentarios insidiosos, incluso sin halagos. Yo espero haber hecho lo propio”.
Semana creció y se convirtió en la gran revista que llegó a ser con esos principios: libertad para que sus reporteros y columnistas cumplieran con su deber de investigar, verificar y contar los sucesos del país, y, basados en hechos y no en suposiciones o inventos, opinar sobre ellos. La opinión es libre, los hechos sagrados. Pero un virus surgido a lo mejor en China —donde los hechos son los que diga el Partido— y que ahora se propaga también en cierto periodismo norteamericano (Fox), dicta principios distintos: la opinión es la de los dueños del medio, y los hechos se pueden acomodar según lo que convenga a nuestra ideología. El nuevo dueño, Gilinski de apellido, cree en ese tipo de periodismo, el de Fox. Y su alfil en la revista, la gerente Sandra Suárez, exministra de algo, los aplica con grosería: echa por chat al columnista más respetado y leído de Colombia: Daniel Coronell. Y celebra en silencio la renuncia solidaria de otro grande: Daniel Samper Ospina.
De lo que fue Semana no queda casi nada. Acabaron con Arcadia y SoHo y despidieron con una patada en el trasero a sus redactores aprovechando el virus (el de afuera y el de la revista). Lo mismo le ha ocurrido a más de un centenar de empleados administrativos o de la redacción. Importa el negocio. Tratan de imponer como gran periodismo la alharaca y el insulto: los gritos graves de Salud Hernández y los aullidos agudos de Vicky Dávila. Espectáculo, escándalo. Genuflexiones al poder con hechos inventados, si fuese necesario. Les quedan unos cuantos periodistas que necesitan el sueldo y no se pueden ir. Les queda un nombre que ensucian. Ni Felipe López ni Alejandro Santos deberían participar en este naufragio del buen periodismo. Con la frente en alto que todavía tienen, deberían irse. Y que la revista la manejen los Gilinski, con las mismas artimañas con que manejaron sus bancos y tumbaron a empresarios honestos. De eso sí saben, no de periodismo.