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El último grito en la campaña de idiotización universal es el soporte para teléfonos celulares que se adapta a cochecitos de bebé. Un niño que no habla ni camina, que a duras penas gatea y dice “ma”, empieza a dar alaridos si por un instante le apagan la pantalla que, casi desde que nace, le roba la atención, las ganas de aprender, de estar con otros, y la necesidad de conocer el mundo.
Pero no solamente los infantes se están volviendo adictos (y futuros zombis). Cuando voy en el metro, siete de cada diez ancianos, la mitad de las personas maduras (hombres y mujeres) y ocho de cada diez adolescentes van atontados mirando la pantalla de sus telefonitos. Me asomo con disimulo a sus pequeños monitores; no es que vayan leyendo un libro electrónico, enterándose de las noticias o viendo películas: van recorriendo el infinito rollo de sus redes sociales, sobre todo TikTok, Instagram, X… y con la mano firme o temblorosa, les dedican poquísimos instantes de atención, menos de un segundo, a cada imagen. En seguida pasan a otra, a otra, a otra, al tiempo que hacen clics en los likes o disparan diminutos corazones.
A algunos celu-adictos les va a sonar muy rara la frase que sigue: estoy leyendo un libro. Un libro de papel sin imágenes y sin hipervínculos. El libro se ocupa de la libertad y lo escribió un historiador que enseña en Viena, Timothy Snyder. En él se dice, entre otras muchas cosas, algo muy sencillo: que si somos más educados y estamos más y mejor informados, también somos más libres. Un ejemplo banal: cuantas más cosas sepamos sobre las opciones, los precios y la calidad de la comida en una ciudad, más libres seremos al escoger un sitio donde comer. Los que no saben nada, no escogen por sí mismos: tienen una aplicación en el teléfono que les dice adónde ir y quienes la consultan no escogen libremente lo que quieren, obedecen. Y no es que obedezcan a un montón de usuarios muy bien enterados de lo que ofrecen esos sitios. Obedecen a un algoritmo generado por los restaurantes o bares que más pagan o que contratan más bots, por turistas que no tienen ni idea, por el voto de una mayoría que a veces ni siquiera son personas y nunca por el voto de aquellos que saben comer menos caro y mejor en esa ciudad.
Hace poco estuve conversando con un profesor de bachillerato de un pueblo de España. En su región, Extremadura, prohibieron usar los celulares dentro de los colegios. En todo momento, también en los recreos. “¡Sobre todo en los recreos!”, me dijo. Cuando impusieron esta norma, al salir al recreo había montones de muchachos que se quedaban de pie medio alelados sin saber qué hacer. No habían aprendido a hablar o a socializar con gente de carne y hueso. Poco a poco volvieron a aprender y ahora los recreos son mucho más alegres. Se grita, se juega, se conversa y hasta se pelea. Y todo esto está bien.
Dice Snyder en Sobre la libertad, el libro que mencioné: “Regalamos las horas del día. Nuestro tiempo sin el celular se ve interrumpido por nuestro tiempo con él. Aunque no estemos usando el teléfono, nos olvidamos de lo que estamos haciendo cuando vemos uno. Si alguien echa un vistazo a un dispositivo, nosotros miramos el nuestro. Vivimos como en suspenso, esperando una interrupción. Incluso los preciosos momentos justo después de despertarnos y justo antes de dormirnos son sacrificados en aras del diminuto resplandor”.
P. S. Así como hay petristas que piensan que no todo lo que hace este Gobierno está bien, también yo debo reconocer que no todo lo que hace está mal. El Ministerio de Salud acaba de revivir una vieja idea que durante muchos años defendió e implementó mi padre en la Escuela de Salud Pública fundada por él: la de las promotoras rurales de salud. Aunque la idea original se desarrolló solo con mujeres, y la salud era una (sin distinciones de salud indígena, salud blanca o salud de negritudes), celebro que hayan revivido esta figura fundamental en la atención primaria en salud.