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Un encapuchado es, básicamente, un solapado. Alguien que tira la piedra y no solo esconde la mano sino que esconde toda su identidad, para no ser responsable de su acto. Cuando David apedrea a Goliat no lo hace cubriéndose el rostro; lo hace con la cara descubierta, responde por su acto y de alguna manera dice: júzguenme por lo que hago. Los que ocultan su rostro no creen que su acción sea loable; no están orgullosos de ella, y por eso van enmascarados. No soy yo: soy un desconocido, soy un poder anónimo, soy una herramienta de un poder que me manda. La capucha la usan las bandas de atracadores de casas, los violadores; la usaban los terroristas de Eta. Alguna dignidad tenían los guerrilleros de las Farc que al menos cometían sus crímenes con el rostro destapado.
El animal humano es un lector de rostros. No hay nada que sea más nosotros mismos que la cara que llevamos, la que tenemos, la que la edad y la experiencia nos construyen. El yo, en últimas, va aparejado al semblante. Si pienso en mi amigo o en mi amada o en mi padre, recuerdo su cara. La más antigua sapiencia nos dice que la cara es el espejo del alma: en ella vemos si la persona es adulta o infante; si es una anciana o un hombre maduro, si tiene intenciones rectas o aviesas, si solapa y oculta hipócritamente el pensamiento. El que se oculta suele ser un torcido. Sabemos si alguien se ríe sin risa o si llora sin ganas.
Un amigo que estuvo recientemente en Santiago de Chile me contaba que lo más molesto, lo más inquietante y asustador de andar por las calles de esa ciudad es que ya, a plena luz del día, no durante protestas y manifestaciones, sino a toda hora, hay pequeñas hordas que recorren las calles encapuchadas. No están destruyendo ni rompiendo nada, simplemente son eso: una presencia amenazante, algo que nos intimida y agrede por su mismo anonimato. Si tanto te ocultas, nos dice la intuición y nos previene el miedo, no creo que persigas nada bueno.
Fuera de la capucha de los que destruyen buses o estaciones de Transmilenio, fuera de los encapuchados que rompen vitrinas y saquean farmacias y mercados, hay otros tipos de capuchas que favorecen la impunidad, que es el otro nombre de los actos irresponsables. El anonimato y los nombres falsos son la capucha de las redes sociales y lo que degrada y vuelve violenta la conversación pública. Capucha es también el carro polarizado, que no sabemos si oculta una banda de matones armados, un clan mafioso, un convite de políticos con modelos, un simple arrogante que cree que todo le está permitido, o qué. No sabemos qué. No sé cuándo ni por qué en Colombia dejaron de prohibir los carros con parabrisas y ventanas polarizadas. Son la capucha de los millonarios.
Hay quienes quieren participar en la discusión o en la protesta pública, pero no lo hacen porque el ambiente está tomado por los anónimos, por los encapuchados imposibles de identificar, de saber quiénes son y qué pretenden. El argumento de algunos es que hay encapuchados que sencillamente se solapan porque tienen miedo de que los apresen, los pongan en listas de sospechosos, los fichen en el búnker de la Fiscalía. O que lo hacen porque hay un Estado totalitario que lee identidades en los rostros y luego los persigue. Si ese es nuestro Estado, o se le acerca, hay que reformar al Estado, pero no defender el uso de la capucha para oponerse a él. Eso lo único que hará será volverlo más implacable y represivo, no más abierto, libre y democrático.
Además, los encapuchados no son un puñado de estudiantes anónimos y bien intencionados. A veces actúan en acciones simultáneas y coordinadas en distintos sitios de la ciudad para crear el caos o realizar acciones vandálicas. El vandalismo sin rostro solo propicia la desintegración ciudadana, la destrucción de la confianza en los demás, la aparición de vigilantes armados, de grupos paranoicos de autodefensa, de reacciones violentas indiscriminadas. Hay que desterrar la capucha de la protesta ciudadana.