Una sustancia, una droga, se la califica como moralmente buena —o mala— según quién la produzca y le saque provecho económico. Si yo produzco opioides, es bueno; si tú produces cocaína, es malo. Cuando los británicos producían opio en sus colonias, esta sustancia era una cosa tan buena que si el emperador de la China decidía prohibir su entrada al país, se le declaraba la guerra para obligarlo a legalizar su comercio. Las “guerras del opio” del siglo XIX se hicieron para obligar a la China a permitir la entrada y la venta de opio en su territorio.
La “guerra contra las drogas”, en la cual estamos enfrascados hace decenios, refleja una actitud colonial parecida, ya no de parte de la reina de Inglaterra, sino de parte del presidente de Estados Unidos.
El jueves pasado don Donald Trump declaró que la crisis de los opioides en su país era una “emergencia de salud”. Para no tener que gastar plata en adictos resolvió rasgarse las vestiduras, pero no declarar que la muerte de decenas de miles de conciudadanos suyos fuera una “emergencia nacional”, en cuyo caso se habrían liberado automáticamente recursos para combatir la epidemia. Así la declaración le sale gratis y el presidente queda más o menos bien pronunciando palabras sentimentales.
Al hacer el discurso Trump aprovechó para recordar lo urgente que es construir una especie de “muralla china” que separe su país limpio, moral e íntegro, de los sucios mexicanos, que obviamente son los culpables de envenenar a la juventud norteamericana.
Pero si uno mira los datos que divulgan las mismas autoridades sanitarias de EE. UU. y sus periódicos más prestigiosos, la crisis de los opioides (drogas sintéticas con efectos parecidos a los que producen la heroína o la morfina) no se origina en productos importados ilegalmente. La mayoría de la gente que está muriendo por sobredosis de drogas no fallece por la heroína mexicana ni por la cocaína colombiana, sino por drogas legales formuladas por los médicos estadounidenses y despachadas en las grandes cadenas de farmacias, tipo CVS. Los nuevos adictos y muertos por sobredosis de ese país, que son en su mayoría blancos, se envician inicialmente porque sus médicos les recetan “painkillers”, es decir, analgésicos muy fuertes, opiáceos sintéticos, mucho más potentes que la heroína y la morfina.
La epidemia de opioides que se ha detectado en EE. UU., y que está matando más gente que el sida en su peor momento, está asociada a varias drogas legales, especialmente al fentanil, pero también al Vicodin o al oxycodone, que se distribuyen en las farmacias o por internet, y que a veces se revenden como si fuera heroína. El fentanil es 50 veces más potente que la heroína. Y hay otra droga sintética incluso más letal, el carfentanil, que se usa para dormir elefantes, y que es 100 veces más potente que el fentanil. Bastan pocos granitos de carfentanil en la lengua para matar un humano.
Ya algunos estados como Ohio y Mississippi han demandado por daños a la gran industria farmacéutica (McKesson, Purdue Pharma, Johnson & Johnson, etc.) por producir y comercializar sin controles píldoras que son el primer paso para la adicción o el último paso para la muerte por sobredosis. Pero lo triste es que hace poco la DEA no pudo hacer aprobar una ley que hacía más fácil enjuiciar a estos grandes fabricantes de drogas legales adictivas y mortales: los republicanos aliados de la industria farmacéutica lograron vetar esta ley.
Es decir: si lo que es adictivo y mata se produce en EE. UU., su producción y comercio es legal y provechoso. Pero si otras cosas que matan (aunque maten menos) se producen en Colombia o en México, entonces nosotros sí estamos obligados a declarar una guerra inútil y despiadada contra los narcos. ¿Por qué no harán más bien una guerra y una serie sobre los narcos de corbata gringos, que matan más gente que los narcos nuestros? Tal vez porque los narcos de allá son químicos de bata blanca y los de acá campesinos de botas y sombrero.
Una sustancia, una droga, se la califica como moralmente buena —o mala— según quién la produzca y le saque provecho económico. Si yo produzco opioides, es bueno; si tú produces cocaína, es malo. Cuando los británicos producían opio en sus colonias, esta sustancia era una cosa tan buena que si el emperador de la China decidía prohibir su entrada al país, se le declaraba la guerra para obligarlo a legalizar su comercio. Las “guerras del opio” del siglo XIX se hicieron para obligar a la China a permitir la entrada y la venta de opio en su territorio.
La “guerra contra las drogas”, en la cual estamos enfrascados hace decenios, refleja una actitud colonial parecida, ya no de parte de la reina de Inglaterra, sino de parte del presidente de Estados Unidos.
El jueves pasado don Donald Trump declaró que la crisis de los opioides en su país era una “emergencia de salud”. Para no tener que gastar plata en adictos resolvió rasgarse las vestiduras, pero no declarar que la muerte de decenas de miles de conciudadanos suyos fuera una “emergencia nacional”, en cuyo caso se habrían liberado automáticamente recursos para combatir la epidemia. Así la declaración le sale gratis y el presidente queda más o menos bien pronunciando palabras sentimentales.
Al hacer el discurso Trump aprovechó para recordar lo urgente que es construir una especie de “muralla china” que separe su país limpio, moral e íntegro, de los sucios mexicanos, que obviamente son los culpables de envenenar a la juventud norteamericana.
Pero si uno mira los datos que divulgan las mismas autoridades sanitarias de EE. UU. y sus periódicos más prestigiosos, la crisis de los opioides (drogas sintéticas con efectos parecidos a los que producen la heroína o la morfina) no se origina en productos importados ilegalmente. La mayoría de la gente que está muriendo por sobredosis de drogas no fallece por la heroína mexicana ni por la cocaína colombiana, sino por drogas legales formuladas por los médicos estadounidenses y despachadas en las grandes cadenas de farmacias, tipo CVS. Los nuevos adictos y muertos por sobredosis de ese país, que son en su mayoría blancos, se envician inicialmente porque sus médicos les recetan “painkillers”, es decir, analgésicos muy fuertes, opiáceos sintéticos, mucho más potentes que la heroína y la morfina.
La epidemia de opioides que se ha detectado en EE. UU., y que está matando más gente que el sida en su peor momento, está asociada a varias drogas legales, especialmente al fentanil, pero también al Vicodin o al oxycodone, que se distribuyen en las farmacias o por internet, y que a veces se revenden como si fuera heroína. El fentanil es 50 veces más potente que la heroína. Y hay otra droga sintética incluso más letal, el carfentanil, que se usa para dormir elefantes, y que es 100 veces más potente que el fentanil. Bastan pocos granitos de carfentanil en la lengua para matar un humano.
Ya algunos estados como Ohio y Mississippi han demandado por daños a la gran industria farmacéutica (McKesson, Purdue Pharma, Johnson & Johnson, etc.) por producir y comercializar sin controles píldoras que son el primer paso para la adicción o el último paso para la muerte por sobredosis. Pero lo triste es que hace poco la DEA no pudo hacer aprobar una ley que hacía más fácil enjuiciar a estos grandes fabricantes de drogas legales adictivas y mortales: los republicanos aliados de la industria farmacéutica lograron vetar esta ley.
Es decir: si lo que es adictivo y mata se produce en EE. UU., su producción y comercio es legal y provechoso. Pero si otras cosas que matan (aunque maten menos) se producen en Colombia o en México, entonces nosotros sí estamos obligados a declarar una guerra inútil y despiadada contra los narcos. ¿Por qué no harán más bien una guerra y una serie sobre los narcos de corbata gringos, que matan más gente que los narcos nuestros? Tal vez porque los narcos de allá son químicos de bata blanca y los de acá campesinos de botas y sombrero.