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No tengo nada contra los gordos. En general, me caen mejor que los flacos; estos parecen con hambre y los primeros se ven satisfechos. Es más, el protagonista de la última novela que escribí no solo es gordo, sino le dicen Gordo. Mi traductora al inglés, hace poco, me contó el lío en el que estaba metida para traducir ese apodo. Referirse a alguien con una característica física resulta ofensivo en Estados Unidos. Ya ni se puede decir “el manco de Lepanto”.
Hoy en día, cuando el gordo Falstaff de Shakespeare aparece en los escenarios de ese país, algunos actores piden que se censuren los diálogos en que alguien se burla de la gordura de Falstaff: “Este que hunde las camas, este que parte el lomo de los caballos, este morro de carne, este maldito gordo…”. Por otro lado, Falstaff no se queda atrás y se defiende burlándose de los flacos, lo que ahora les resulta también impresentable e irrepresentable: “Tú desangrado, muerto de hambre, piel de culebra, verga de toro, bacalao seco…”.
En fin, me fui por las ramas. Cosas de viejo. Corrijo: debilidad de adulto mayor. De lo que iba a escribir era de un estudio publicado esta semana en Lancet, la prestigiosa revista médica: tres cuartas partes de los adultos gringos son obesos o tienen sobrepeso. Empezando por el mismo presidente de Estados Unidos recién elegido. Esto último no lo dice Lancet, lo digo yo. Si bien en estas elecciones se hicieron estadísticas sobre casi todo (porcentaje de latinos, de afroamericanos, de blancos, de graduados, de no graduados, de hombres o mujeres que votaron por Trump) sería interesante saber el porcentaje repartido por gordos y flacos. No se puede, no sería correcto. Pero me atrevo a suponer que más de tres cuartas partes de los votantes de Trump son obesos o tienen sobrepeso como él. Están tan satisfechos consigo mismos que prefieren que Estados Unidos se aísle y se baste a sí mismo.
Y esto tal vez no sería tan malo si su influencia no fuera global. Si la epidemia de autoritarismo y de gordura no se extendiera precisamente desde allá hacia todo el mundo. Una plaga, sí, en contra de la democracia, en contra del establishment (el voto por Trump es, curiosamente y al mismo tiempo, un voto por los magnates, y un voto contra el establecimiento científico y político) y ahora en contra de la salud. Para decirlo de otra manera: un voto de la mentira contra lo que, según se puede establecer con criterios científicos, se acerca más a la verdad.
Que esto sea el triunfo de la mentira se puede constatar por los primeros nombramientos de Trump. Acaba de proponer a Robert F. Kennedy para que sea ministro de Salud de su gobierno. Esto es como nombrar a un terraplanista al frente de la NASA o a un petrolero en el ministerio de ambiente (pasará). Kennedy es abogado, no estudió medicina, no sabe nada de salud pública. Sus mayores credenciales son las de ir en contra del establishment científico y de la medicina mainstream. Es un furioso activista antivacunas, un partidario de la leche cruda (contra la pasteurizada) y un opositor al fluoruro en el agua (que previene las caries). Trump, al escogerlo, le dio esta consigna: “go wild on health!”, es decir, “vuélvete loco con la salud”. Si los virus pensaran, harían una fiesta.
Pero esto no es todo. El escogido por Trump para fiscal general de su país es Matt Gaetz. Estas son sus credenciales: lealtad a ciegas sobre cualquier cosa que haya dicho o hecho el nuevo presidente, es decir, obediencia supina; y compartir con Trump acusaciones por abuso sexual, en el caso de Gaetz contra una menor de edad.
Que las tres cuartas partes de los gringos sean gordos no es tan grave comparado con esto. Lo espantoso es que van a tener al frente de la salud y de la justicia, a un antivacunas y a un sindicado por abuso de menores. A favor de estos escogidos hay que decir, sin embargo, que Kennedy no ha dicho todavía que la obesidad no es dañina, ni Gaetz ha declarado que el abuso de menores no es delito.