La rebelión de la pequeña burguesía

Héctor Abad Faciolince
12 de enero de 2020 - 05:00 a. m.
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Una de las paradojas más interesantes de la clase media (esto lo observó Tocqueville) es que esta protesta más cuando progresa que cuando regresa a formar parte de los pobres. La caída los hunde y deprime; el ascenso los anima a pedir mucho más. Cuanto más avanza, más miedo tiene de caer, y cuando el miedo supera a la ilusión, sale a la calle indignada a protestar. Cuando cae sin remedio, prefiere hacerse a la sombra y lamerse sus heridas en silencio y en un rincón.

Es esto lo que desespera y derrota a los socialdemócratas: sus políticas sacan a los pobres de su condición de extrema necesidad, pero cuando los pobres se vuelven clase media y prueban el paraíso artificial del consumo, no se lo reconocen a quienes hicieron esas políticas: les parece muy poco, los desprecian por cicateros, les dan la espalda y buscan en la extrema izquierda o en la extrema derecha mucho más. Y estas extremas, ni cortas ni perezosas, les aseguran que ellos tienen la fórmula que va a satisfacer todos sus deseos como por arte de magia. La sensatez de las mayorías impide casi siempre que las extremas lleguen al poder; pero como no han tenido el poder para demostrar en la práctica el fracaso de sus políticas, estas se pueden seguir defendiendo indefinidamente en abstracto. Y cuando consiguen llegar al poder (Chávez, Bolsonaro) y demuestran que efectivamente son un fiasco, como nadie experimenta en cuerpo ajeno, el desastre foráneo no demuestra la debilidad de sus ideas a los extremistas locales.

En la calle no está esa clase ya hoy minoritaria, el proletariado. Los trabajadores de fábrica no pueden salir los martes y los jueves a marchar, porque los echan. Los proletarios son más víctimas que protagonistas de las marchas: si no hay transporte público, les toca caminar. El proletario sufre para pagar el alquiler de la casita; el pequeño burgués, por las cuotas de la hipoteca y, sobre todo, por el tamaño del apartamento. A la calle van los que tienen tiempo y plata para el fiambre. Los jóvenes marchan mientras los padres producen para el pan. Cuanto menos mal esté la clase media, más gente habrá en la calle. Compárese a Chile con Colombia. Si a los presidentes, los ministros y los viceministros les dan un Mercedes o una Toyota gratis con chofer, ¿por qué no van a darme a mí el metro gratis? Pues si no me lo dan, lo quemo, por la pica. Y en Bogotá me cuelo en el Transmilenio, y si no me dejan colar, lo cojo a patadas y lo destruyo también.

En las marchas y paros se pide todo. Es como una fiebre, el síntoma agudo de un malestar que no en todos es igual. Como dice Albinati, a la clase media no la define lo que tiene, sino lo que le falta. O, lo que es lo mismo, cada cual siente su propia carencia: si no pasé a la universidad pública, pido la universidad abierta para todos; si me endeudé para estudiar en una privada buena, mediocre o pésima, pido la condonación de la deuda; si soy hija de un empleado en una empresa minera, defiendo el derecho a la minería responsable; si mis padres son empleados en una fábrica, exijo que no aumenten la edad de jubilación y estabilidad laboral pase lo que pase en la fábrica; si se me murió un pariente por mala atención médica, me concentro en el derecho a la salud. Curiosamente, se reivindican derechos básicos (vida, agua, educación, salud, vivienda) exhibiendo derechos suntuarios: protesto por la comida, pero estoy perfectamente peluqueado en barbería chic y estreno tenis de marca, e incluso cacerola, para la manifestación.

Bogotá, al ser la ciudad colombiana con la clase media más numerosa y sólida, es también la ciudad que concentra la protesta de los jóvenes pequeño burgueses. Ojalá sus protestas alcancen alguna conquista válida y arranquen privilegios a la alta burguesía, no solo para ellos, sino para el grueso de la población. Este diagnóstico que propongo, y que es más bien una hipótesis que una tesis, no pretende ser una crítica, sino sobre todo una explicación.

 

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