Una de las paradojas más interesantes de la clase media (esto lo observó Tocqueville) es que esta protesta más cuando progresa que cuando regresa a formar parte de los pobres. La caída los hunde y deprime; el ascenso los anima a pedir mucho más. Cuanto más avanza, más miedo tiene de caer, y cuando el miedo supera a la ilusión, sale a la calle indignada a protestar. Cuando cae sin remedio, prefiere hacerse a la sombra y lamerse sus heridas en silencio y en un rincón.
Es esto lo que desespera y derrota a los socialdemócratas: sus políticas sacan a los pobres de su condición de extrema necesidad, pero cuando los pobres se vuelven clase media y prueban el paraíso artificial del consumo, no se lo reconocen a quienes hicieron esas políticas: les parece muy poco, los desprecian por cicateros, les dan la espalda y buscan en la extrema izquierda o en la extrema derecha mucho más. Y estas extremas, ni cortas ni perezosas, les aseguran que ellos tienen la fórmula que va a satisfacer todos sus deseos como por arte de magia. La sensatez de las mayorías impide casi siempre que las extremas lleguen al poder; pero como no han tenido el poder para demostrar en la práctica el fracaso de sus políticas, estas se pueden seguir defendiendo indefinidamente en abstracto. Y cuando consiguen llegar al poder (Chávez, Bolsonaro) y demuestran que efectivamente son un fiasco, como nadie experimenta en cuerpo ajeno, el desastre foráneo no demuestra la debilidad de sus ideas a los extremistas locales.
En la calle no está esa clase ya hoy minoritaria, el proletariado. Los trabajadores de fábrica no pueden salir los martes y los jueves a marchar, porque los echan. Los proletarios son más víctimas que protagonistas de las marchas: si no hay transporte público, les toca caminar. El proletario sufre para pagar el alquiler de la casita; el pequeño burgués, por las cuotas de la hipoteca y, sobre todo, por el tamaño del apartamento. A la calle van los que tienen tiempo y plata para el fiambre. Los jóvenes marchan mientras los padres producen para el pan. Cuanto menos mal esté la clase media, más gente habrá en la calle. Compárese a Chile con Colombia. Si a los presidentes, los ministros y los viceministros les dan un Mercedes o una Toyota gratis con chofer, ¿por qué no van a darme a mí el metro gratis? Pues si no me lo dan, lo quemo, por la pica. Y en Bogotá me cuelo en el Transmilenio, y si no me dejan colar, lo cojo a patadas y lo destruyo también.
En las marchas y paros se pide todo. Es como una fiebre, el síntoma agudo de un malestar que no en todos es igual. Como dice Albinati, a la clase media no la define lo que tiene, sino lo que le falta. O, lo que es lo mismo, cada cual siente su propia carencia: si no pasé a la universidad pública, pido la universidad abierta para todos; si me endeudé para estudiar en una privada buena, mediocre o pésima, pido la condonación de la deuda; si soy hija de un empleado en una empresa minera, defiendo el derecho a la minería responsable; si mis padres son empleados en una fábrica, exijo que no aumenten la edad de jubilación y estabilidad laboral pase lo que pase en la fábrica; si se me murió un pariente por mala atención médica, me concentro en el derecho a la salud. Curiosamente, se reivindican derechos básicos (vida, agua, educación, salud, vivienda) exhibiendo derechos suntuarios: protesto por la comida, pero estoy perfectamente peluqueado en barbería chic y estreno tenis de marca, e incluso cacerola, para la manifestación.
Bogotá, al ser la ciudad colombiana con la clase media más numerosa y sólida, es también la ciudad que concentra la protesta de los jóvenes pequeño burgueses. Ojalá sus protestas alcancen alguna conquista válida y arranquen privilegios a la alta burguesía, no solo para ellos, sino para el grueso de la población. Este diagnóstico que propongo, y que es más bien una hipótesis que una tesis, no pretende ser una crítica, sino sobre todo una explicación.
Una de las paradojas más interesantes de la clase media (esto lo observó Tocqueville) es que esta protesta más cuando progresa que cuando regresa a formar parte de los pobres. La caída los hunde y deprime; el ascenso los anima a pedir mucho más. Cuanto más avanza, más miedo tiene de caer, y cuando el miedo supera a la ilusión, sale a la calle indignada a protestar. Cuando cae sin remedio, prefiere hacerse a la sombra y lamerse sus heridas en silencio y en un rincón.
Es esto lo que desespera y derrota a los socialdemócratas: sus políticas sacan a los pobres de su condición de extrema necesidad, pero cuando los pobres se vuelven clase media y prueban el paraíso artificial del consumo, no se lo reconocen a quienes hicieron esas políticas: les parece muy poco, los desprecian por cicateros, les dan la espalda y buscan en la extrema izquierda o en la extrema derecha mucho más. Y estas extremas, ni cortas ni perezosas, les aseguran que ellos tienen la fórmula que va a satisfacer todos sus deseos como por arte de magia. La sensatez de las mayorías impide casi siempre que las extremas lleguen al poder; pero como no han tenido el poder para demostrar en la práctica el fracaso de sus políticas, estas se pueden seguir defendiendo indefinidamente en abstracto. Y cuando consiguen llegar al poder (Chávez, Bolsonaro) y demuestran que efectivamente son un fiasco, como nadie experimenta en cuerpo ajeno, el desastre foráneo no demuestra la debilidad de sus ideas a los extremistas locales.
En la calle no está esa clase ya hoy minoritaria, el proletariado. Los trabajadores de fábrica no pueden salir los martes y los jueves a marchar, porque los echan. Los proletarios son más víctimas que protagonistas de las marchas: si no hay transporte público, les toca caminar. El proletario sufre para pagar el alquiler de la casita; el pequeño burgués, por las cuotas de la hipoteca y, sobre todo, por el tamaño del apartamento. A la calle van los que tienen tiempo y plata para el fiambre. Los jóvenes marchan mientras los padres producen para el pan. Cuanto menos mal esté la clase media, más gente habrá en la calle. Compárese a Chile con Colombia. Si a los presidentes, los ministros y los viceministros les dan un Mercedes o una Toyota gratis con chofer, ¿por qué no van a darme a mí el metro gratis? Pues si no me lo dan, lo quemo, por la pica. Y en Bogotá me cuelo en el Transmilenio, y si no me dejan colar, lo cojo a patadas y lo destruyo también.
En las marchas y paros se pide todo. Es como una fiebre, el síntoma agudo de un malestar que no en todos es igual. Como dice Albinati, a la clase media no la define lo que tiene, sino lo que le falta. O, lo que es lo mismo, cada cual siente su propia carencia: si no pasé a la universidad pública, pido la universidad abierta para todos; si me endeudé para estudiar en una privada buena, mediocre o pésima, pido la condonación de la deuda; si soy hija de un empleado en una empresa minera, defiendo el derecho a la minería responsable; si mis padres son empleados en una fábrica, exijo que no aumenten la edad de jubilación y estabilidad laboral pase lo que pase en la fábrica; si se me murió un pariente por mala atención médica, me concentro en el derecho a la salud. Curiosamente, se reivindican derechos básicos (vida, agua, educación, salud, vivienda) exhibiendo derechos suntuarios: protesto por la comida, pero estoy perfectamente peluqueado en barbería chic y estreno tenis de marca, e incluso cacerola, para la manifestación.
Bogotá, al ser la ciudad colombiana con la clase media más numerosa y sólida, es también la ciudad que concentra la protesta de los jóvenes pequeño burgueses. Ojalá sus protestas alcancen alguna conquista válida y arranquen privilegios a la alta burguesía, no solo para ellos, sino para el grueso de la población. Este diagnóstico que propongo, y que es más bien una hipótesis que una tesis, no pretende ser una crítica, sino sobre todo una explicación.