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Hay un verso de Juan Vicente Piqueras que describe muy bien esta situación: “Solo soy feliz yéndome”. También hay una palabra en alemán que es todo lo contrario a la nostalgia (lo opuesto al dolor del hogar o a las ganas de casa): Fernweh, que significa algo así como “deseo de lejanía”, ganas de estar en otra parte. O en “otraparte”, para decirlo a la manera de Fernando González, que optó por una especie de exilio interior, que es otra forma de irse sin tener que largarse.
Varios poetas colombianos lo han sentido y expresado a su manera. Porfirio Barba Jacob: “Tal vez bajo otro cielo la gloria nos sonría”. León de Greiff: “Busca, busca el espíritu mejores aires, mejores aires”. Los escritores más importantes de Colombia solo pudieron escribir lo que querían yéndose a vivir lejos. Silva y Cuervo en París; Sanín Cano en Argentina; Barba Jacob en Centroamérica; García Márquez, Mutis y Vallejo Rendón en México; Laura Restrepo en España. Incluso entre los escritores más jóvenes, algunos han dado lo mejor de sí en otro país. Tomás González en Nueva York; Santiago Gamboa en Roma; Juan Gabriel Vásquez en Bélgica o Barcelona; Sara Jaramillo Klinkert, Dasso Saldívar y Lorena Salazar Masso en Madrid.
El país da buenos frutos, pero su semilla no germina bien aquí. La mejor parte de mis amigos judíos, que tienen como pocos el olfato afinado para saber cuándo hay que huir, se marcharon de aquí en las últimas décadas del siglo pasado. Siguen hablando y pensando como si estuvieran aquí, pero después de atracos, secuestros, amenazas, muertes, ya no se atreven ni a asomar la nariz por estos lares.
Sé de cientos de personas que no tienen ni un pelo de judías, que son ateas o van a misa todos los domingos, pero que pidieron y obtuvieron la nacionalidad española por tener en su genealogía un dudoso apellido de marranos. Su nuevo pasaporte, más que un orgullo, es una especie de seguro de vida o de salida de emergencia. No lo pidieron por falta de patriotismo ni de amor al país. Simplemente desconfían de que aquí la vida sea vivible de verdad.
Cuando estoy afuera, más que por el aspecto o la forma de vestir, reconozco a mis paisanos por el léxico, por las muletillas que nos identifican mejor que las huellas digitales: “gonorrea”, “marica”, “malparido”. Me basta oír la sílaba “nea” para cambiar de acera y tocarme el bolsillo. ¿Qué se puede esperar de un país que no produce queso sino quesito?, se preguntaba mi amigo Alberto Aguirre. Yo me pregunto: ¿qué es puede esperar de un país cuya palabra bandera es “gonorrea”?
Vivo aquí, todavía vivo aquí. Esperanzado en el proceso de paz decidí gastarme mis ahorros en una pequeña empresa editorial, Angosta, para publicar lo mejor del joven talento literario colombiano. No ha sido difícil encontrar ese talento; aquí uno levanta una piedra y brotan poetas, cuentistas y novelistas de gran calidad. Escriben libros duros y valientes, pero ¿hasta cuándo y para qué?
Colombia es un país en conflicto consigo mismo. Un país que se odia y se desprecia al mirarse al espejo. Una nación resentida, enferma de odio y acomplejada de resentimiento. Los supuestos blancos no quieren ver su lado indígena o negro y lo desprecian. Los supuestos indios o negros no ven su lado blanco y conquistador y lo niegan, lo cancelan o lo derriban. Los unos recelan de los otros, se enfrentan, se hostigan, se desprecian con la más honda inquina. Y quienes queremos reconciliarnos con todo lo que somos, sin violencia, no tenemos ningún lugar, despreciados y odiados por unos y otros. Por los puros que se creen superiores y con derecho a matar para defender sus privilegios, y por los oprimidos que por haberlo sido se sienten mejores y con derecho a la venganza.
Busca, busca el espíritu mejores aires, mejores aires. Aquí, en esta tierra angosta, de mente estrecha y rabiosa, entre la injusticia, la inequidad, la ignorancia y el rencor, cada día es más y más asfixiante vivir. Abur, adiós, abur.