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He tenido la experiencia de pasar en dos islas las últimas dos semanas. La primera de ellas, La Palma, es la más occidental de las siete islas Canarias y, por lo tanto, la más cercana a América. El español que hablan allí es mucho más parecido al venezolano que al de la península ibérica y también por la vegetación (plátanos, caña de azúcar, buganvilias) uno se siente más en el Caribe que en España.
Tal vez lo más extraordinario de esta isla es que en la cima del volcán dormido que la formó hace 20 millones de años, a 2.400 metros de altitud, en el Roque de los Muchachos, está uno de los observatorios astronómicos más importantes del mundo, y el telescopio óptico más grande que existe, el Gran Telescopio de Canarias. Para poder percibir los poquísimos fotones o partículas de luz que nos llegan del pasado (rayos de remotas explosiones que ocurrieron hace miles de millones de años, cuando el Sol y la Tierra no se habían formado todavía) es necesario tener la atmósfera más serena y transparente posible, y mucha oscuridad. Por eso el alumbrado público en la isla de La Palma es muy tenue, casi inexistente, y la noche se parece de verdad a la noche, que cuanto más oscura es, más noche parece.
Estando en La Palma me di cuenta de algo en lo que nunca había pensado: las islas no están aisladas; lo que de verdad nos aísla son las montañas. Cristóbal Colón, se nos enseña, salió de Huelva el 3 de agosto de 1492. Si lo estudiamos bien, en realidad salió por última vez de un territorio español el 6 de septiembre, y concretamente de otra de las islas Canarias, La Gomera, después de cargar agua, víveres y reparar el timón y las velas de La Pinta.
Ni el mar ni los ríos aíslan, lo que aísla son las montañas. En las islas se comercia; a los puertos de las islas llegan personas de todas las razas y todas las culturas; de las islas se sale a conquistar el mundo. Si esto es cierto para las Canarias, es tanto más verdad para esta otra isla desde la cual les escribo esta carta (sí, siento que esta columna es menos un artículo que una carta): Gran Bretaña. En esta verde isla se formó el último gran imperio que se merece su nombre. Y es por una absurda nostalgia de esa era imperial que ahora el Reino Unido se quiere separar de Europa. Cometen el error de pensar que si vuelven a ser isla volverán a ser grandes. Con la ridícula grandilocuencia trumpiana adoptada por Boris Johnson: “Make U.K. great again!”.
Gran Bretaña es el ejemplo más claro de lo poco aislada que está una isla. Si ha habido algo global, imperial, si ha habido un virus exitoso que haya contagiado al mundo entero es la lengua y la cultura inglesa. Como primera lengua es la más difundida, y como segunda casi todos la machacamos. Cuba, Creta, Japón, Indonesia, son otras demostraciones de la forma en que las islas se integran al territorio que los rodea y lo conquistan, lo influyen, lo dominan.
Estando en estas islas que se comunican con todo el universo (La Palma), y que llegaron a dominar casi toda la tierra (Gran Bretaña) me he dado cuenta de que los verdaderos aislados somos los que vivimos en las montañas. Aislado es el Tíbet, aisladas están Bolivia, Suiza y Paraguay, aislados estamos los montañeros de Antioquia. Tenía razón López Michelsen cuando decía que Colombia era “el Tíbet de Suramérica”. Un país parroquial, cerrado a la inmigración, al comercio, a las ideas, con una capital trepada en la mitad de los Andes que está tan lejos de todo que hasta parece alejada de sí misma. Ojalá, como dice Padura de su isla, nos rodeara el “agua por todas partes”. Si así fuera no viviríamos en esta cerrazón mental, en este tonto solipsismo ensimismado.