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Tras casi nueve meses de gestación, la alianza para el cambio, el Pacto Histórico, la coalición de gobierno (como la quieran bautizar), en lugar de dar a luz algún proyecto, parió una crisis. Bueno, con algo sí había salido, hace unos meses: con una reforma tributaria dialogada y pactada. Pero al ministro que la logró (lo único hasta ahora tangible en este gobierno incapaz de gobernar), Ocampo, lo echaron. Así le paga el diablo a quien bien lo sirve. Y por ahí derecho también a la ministra experta en el campo, que buscaba una reforma agraria coherente y no hecha a las patadas, Cecilia López.
Se acabó la melosa retórica del amor del 7 de agosto del año pasado. Ya no somos la potencia mundial de la vida. De repente hay solo dos caminos y dos bandos: “o hacemos un pacto social, que es lo que propusimos”, o de lo contrario “nos vamos del gobierno y que vuelvan los señores latifundistas a gobernar este país y que nos lo llenen de falsos positivos y de sangre, que es lo único que saben hacer”. Lo anterior lo dijo el presidente Petro en Zarzal, por la mañana del martes.
Por la tarde, escribió en el único medio de comunicación que le gusta, Twitter: “La invitación a un pacto social para el cambio ha sido rechazada. Quienes se han enriquecido con el uso del dinero público no se han dado cuenta que la sociedad demanda sus derechos y que eso implica el diálogo y el pacto”. Al día siguiente echó a los ministros que no eran de su cuerda o de su partido e instaló lo que siempre quería: un gobierno integrado por gente que obedezca, con ministros que solamente sepan decir sí. Y a este, Petro lo llama “un gobierno de emergencia que tenga funcionarios que trabajen de día y de noche y cuyo corazón está a favor de la gente humilde”.
Intento traducir tanta retórica falsa y efectista. Lo que el presidente llama “el diálogo y el pacto” no tiene nada qué ver con lo que esas palabras significan. El diálogo y el pacto, según Petro, consiste en que los otros adhieran acríticamente a su programa. Si se pretende discutir o modificar algo, deja de ser diálogo y pacto. Lo cierto es que aquí nadie rechazó el diálogo. Había ministros proponiendo cosas en su propio gabinete y congresistas proponiendo modificaciones a sus proyectos de ley. Pactar y dialogar no puede ser sencillamente adherir a lo que el presidente quiera imponer.
Lo más grave es el señalamiento y el insulto a quienes no creemos que sus propuestas sean buenas. Los que no adhieren al pacto (y ya sabemos que “pacto” no significa lo pactado, sino lo impuesto por el gobierno) nos convertimos en gente sangrienta, latifundista y defensora de falsos positivos. No trabajamos de día y de noche ni tenemos el corazón del lado de los humildes. Los suyos ni duermen de tanto trabajar y tienen buen corazón; quienes no estamos en su bando, en cambio, nos hemos enriquecido con el dinero público y (se infiere) tenemos el corazón del lado de los ricos. Pura retórica efectista, mentirosa, que intenta dividir al país en buenos y malos, y en dos bandos: el de quienes luchan de día y de noche por el pueblo, y el de los terratenientes sangrientos.
Esas son las palabras de alguien que no sabe ni quiere gobernar, que no sabe ni quiere usar las herramientas democráticas, sino solo hacer ver como ladrones, insensibles o sanguinarios a quienes no estamos de acuerdo con todo lo que propone. Dice que el Congreso rechaza el pacto social para el que fue elegido y está “burlando las decisiones de las urnas”. Con razón un editorial de El Espectador tuvo que recordarle que también el Congreso fue elegido popularmente, y que la democracia es un sistema en el que las leyes no las dicta ni las impone un monarca, sino que son propuestas que se discuten, se modifican y, sí, se pactan. Pactar no es adherir, insisto, y quienes no adherimos no somos sanguinarios.