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“No te concentres en lo que dice, fíjate más en lo que hace”. Recibí este consejo hace muchos años, tantos que ya ni recuerdo quién me lo dio. De qué sirve un marido que en enero jura “yo jamás en la vida te voy a pegar”, y en febrero le da un guascazo en la cara a la esposa. Las palabras son una cosa muy extraña en cuyo sentido literal tenemos que desconfiar. Como nunca le he pegado a nadie, nunca he declarado que no voy a pegar. Ni se me ocurre. Es raro, pero en una declaración sencilla como “te quiero” hay más potencia y verdad que en una enfática como “te quiero mucho”. Hay más amor en un “yo la quiero” que en un “yo la quiero mucho”. El calificativo, aunque aumente según la gramática, disminuye según el sentido. Sea como sea, más que confiar en los “tequieros” o en los “te quiero mucho”, lo que nos indica si nos quieren o no se da en los hechos. Si la esposa me abandona quince días después de que pierdo el trabajo y me parto la cadera, hay motivos suficientes para dudar de ese amor.
Todos conocemos muy bien los abismos que hay entre las palabras de los políticos y la realidad concreta de lo que sucede. Bolsonaro, el Trump tropical, y el Trump original, Donald, se declaraban grandes defensores de la democracia y de la grandeza de sus países. Sus palabras, en la realidad, se han traducido en el mayor deterioro de la democracia y de la confianza en el futuro de los países más ricos de América del Norte y del Sur, Estados Unidos y Brasil. Han generado dos de las crisis más profundas de su historia. Los motines terroristas en Washington y Brasilia (que no eran más que la traducción en los hechos de las palabras de Trump y de su imitador tropical) revelan que sus palabras, la grandeza de la democracia, en realidad significaban su antónimo perfecto al traducirlas a los hechos: solo yo puedo ganar; si no gané yo, es porque hubo fraude; nuestros seguidores nos deben restituir en el poder a la fuerza. La tal grandeza democrática termina en motín.
Las palabras muy grandes y enfáticas, los anuncios de Twitter que generan oleadas de entusiasmo y aprobación, cuando se abusa de ellas, acaban por producir desconcierto y decepción. “¡Ni un solo líder social más asesinado!”. De acuerdo, magnífico. Sin embargo van 66 víctimas desde el inicio de este gobierno. Y no digo que el gobierno haya ordenado su muerte, claro que no. Digo que las proclamas, las intenciones, son importantes, pero las palabras no son mágicas y no se traducen en hechos automáticamente. Nadie tiene la fórmula perfecta para convertir el deseo (expresado en fórmulas verbales) en realidad. “Voy a escribir la mejor novela de este país”. Ay del escritor que anuncie eso y produzca solo lo que es capaz de hacer, es decir, una novela más. Si soy presidente y ordeno que ningún niño se muera de hambre, no entiendo cómo hay niños que se siguen muriendo de hambre.
A nivel retórico, en el discurso, expresiones como “paz total”, “potencia mundial de la vida”, “presos que trabajen en vez de podrirse en las cárceles”, “no más políticos diplomáticos”, “se acaban los contratos por prestación de servicios”, “energía limpia y renovable para todos”, “trenes eléctricos elevados sobre las selvas del Darién”, “cese al fuego general desde el 1 de enero”, pueden tener el sentido de hacer soñar con algo magnífico, con una película de ciencia ficción que se vuelve palpable. Pero uno se despierta y regresa a la pesadilla real: las carreteras se hunden, los camiones te escupen diésel en la nariz, no hay tren eléctrico siquiera en la sabana de Bogotá, los narcos del grupo A masacran a los narcos del grupo B, y viceversa, a ver quién se queda con el negocio, al mismo gobierno le toca hacer contratos por prestación de servicios, nombrar en embajadas y consulados a corruptos godos o de Cambio Radical, entender que si saca de la cárcel a los amigos saldrán también los enemigos. En fin: más que creer en lo que se dice, conviene siempre mirar lo que pasa.