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                                                                                                                                Maestros de dudosa ortografía

                                                                                                                                UNO TIENE SUS MANÍAS. UNA DE LAS mías es una casi enfermiza obsesión por la ortografía.

                                                                                                                                Cuando fui maestro de lengua española, todavía lo recuerdo con dolor en el alma, una colega me corrigió dos errores que cometí en el tablero: había escrito jesuita con tilde (jesuíta) y también le había puesto tilde al pronombre ti (tí). Jamás olvidaré esas correcciones. Hay palabras de ortografía tan rara que uno apenas se las aprende si llega a quebrarse el huesito de la alegría: cóccix. Y otras tan contra-intuitivas que hay que ser hijo de médico para sabérselas: torácico, aunque se diga tórax; o absorber, que uno tiende a cruzar con absolver, y se le puede ir la V. Hay que escribir con el diccionario abierto.
                                                                                                                                 
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                                                                                                                                Había que oír también la manera de hablar de algunos líderes de Fecode: descompuestos, amenazantes. No parecían maestros (razonables, serenos, cargados de argumentos) sino agitadores. No sabían cómo explicar que el 78% de los educadores no superaran las evaluaciones para poder ascender en el escalafón. ¿Esos eran los líderes de la más hermosa de las profesiones, de la más importante? No tenían voz de profesor, sino de vociferador. Agitadores de masas, resentidos de la lucha de clases (como si un maestro no perteneciera a la clase más eximia). Por líderes así es que la misma profesión no recobra su antiguo lustre: no defienden el ideal de una gran vocación, sino que se acogotan por intereses.
                                                                                                                                 
                                                                                                                                Harto de tanta bulla y de tantas consignas arrogantes y sin tildes, solidario con los padres trabajadores que tuvieron que dejar a los niños solos en la casa durante casi 20 días, me atreví a cuestionar por Twitter el ya largo y vociferante paro de los maestros. Quién dijo miedo. Por esos 120 caracteres me cayeron de inmediato toneladas de insultos. A esa gavilla furibunda no le habría prestado atención, si no hubiera sido por la pésima ortografía.
                                                                                                                                 
                                                                                                                                Les contesté: “A juzgar por la redacció n de los maestros que me responden, deberían examinarse al menos en gramática y ortografía”.  Ahí creció aún más la lluvia de denuestos. Me dediqué, entonces, entre en serio y en broma, a darles un cursillo rápido de gramática y ortografía (gratis); más les hacía correcciones y más se enfurecían. La rabia es mala consejera y sus tuits caían cada vez más al nivel de la pocilga léxica y la ortografía maloliente. Yo era, se supone, “rasista y clacista” (sic) por corregirlos. Mi padre, por supuesto, se revolcaba en la tumba de “verguenza” (re-sic) por el hijo “fasista” (recontra-sic).
                                                                                                                                 
                                                                                                                                Escribían frases como: “Así nunca abra buena educación”. Y yo les decía: no sé qué está abriendo. “Ese aumento salarial es una farza” y yo tenía la tentación de obligarlos a aprenderse de memoria los versos ortográficos de Marroquín. En fin, por corregirle la ortografía, me odiaba antes una ministra; ahora buena parte del gremio de los maestros, por lo mismo. Pero lo volvería a hacer.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Cuando fui maestro de lengua española, todavía lo recuerdo con dolor en el alma, una colega me corrigió dos errores que cometí en el tablero: había escrito jesuita con tilde (jesuíta) y también le había puesto tilde al pronombre ti (tí). Jamás olvidaré esas correcciones. Hay palabras de ortografía tan rara que uno apenas se las aprende si llega a quebrarse el huesito de la alegría: cóccix. Y otras tan contra-intuitivas que hay que ser hijo de médico para sabérselas: torácico, aunque se diga tórax; o absorber, que uno tiende a cruzar con absolver, y se le puede ir la V. Hay que escribir con el diccionario abierto.
                                                                                                                                 
                                                                                                                                 Es tanta mi manía que no hace mucho tiempo me granjeé (acabo de consultar y sí, es con J) la enemistad de una ministra del despacho de Santos. No, no es la de educación. A raíz de una crítica que hice a la misa que le hicieron aquí a García Márquez, con cardenal a bordo, recibí de ella una carta muy molesta. No me importó la molestia, pero sí las faltas de ortografía (en una comunicación oficial), y se las señalé. Me contestó aún más furiosa que esas faltas las había cometido su secretaria. Con tan mala suerte que en la nueva carta había otras fallas, que volví a mostrarle. En fin, la ministra, desde entonces, no me quiere mucho.
                                                                                                                                 
                                                                                                                                Empezó a preocuparme la ortografía de los maestros en huelga desde que vi las pancartas de la marcha. No daban pie con bola. Leí también un cartel con buena ortografía, pero homófobo: “Ministra, la educación está como su situación sexual: pura mamadera de gallo”. La mala ortografía y la homofobia me parecían normales en una manifestación de ganaderos, digamos de Fadegán, ¿pero de maestros?
                                                                                                                                 
                                                                                                                                Había que oír también la manera de hablar de algunos líderes de Fecode: descompuestos, amenazantes. No parecían maestros (razonables, serenos, cargados de argumentos) sino agitadores. No sabían cómo explicar que el 78% de los educadores no superaran las evaluaciones para poder ascender en el escalafón. ¿Esos eran los líderes de la más hermosa de las profesiones, de la más importante? No tenían voz de profesor, sino de vociferador. Agitadores de masas, resentidos de la lucha de clases (como si un maestro no perteneciera a la clase más eximia). Por líderes así es que la misma profesión no recobra su antiguo lustre: no defienden el ideal de una gran vocación, sino que se acogotan por intereses.
                                                                                                                                 
                                                                                                                                Harto de tanta bulla y de tantas consignas arrogantes y sin tildes, solidario con los padres trabajadores que tuvieron que dejar a los niños solos en la casa durante casi 20 días, me atreví a cuestionar por Twitter el ya largo y vociferante paro de los maestros. Quién dijo miedo. Por esos 120 caracteres me cayeron de inmediato toneladas de insultos. A esa gavilla furibunda no le habría prestado atención, si no hubiera sido por la pésima ortografía.
                                                                                                                                 
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                                                                                                                                Read more!
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