Milenials, iGen, ¿qué?

Héctor Abad Faciolince
13 de agosto de 2017 - 02:00 a. m.
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Hace poco, un poco harto de todo, renuncié a mi trabajo en una biblioteca extraordinaria, cambié el número de mi teléfono celular, cambié el WhatsApp, dejé de mirar las interacciones en Twitter, reclamé mi liquidación y me fui a esconder en una isla lejana. Con acceso a internet, sí, pero muy lejos de Colombia y de mi mundo. De repente, esos cambios, pero sobre todo el silencio virtual del smartphone, o de ciertas funciones de él, me reconectaron con mi viejo mundo: el de la lentitud de la lectura y el cuidado de la escritura.

Me dediqué a mejorar mi francés (todavía muy precario) y a traducir palabra por palabra un libro que ha sido uno de mis amores de toda la vida: Cándido de Voltaire. Para hacerlo, como el libro tiene 30 capítulos, y yo iba a estar 30 días en la isla, me propuse que no saldría del cuarto hasta no acabar un capítulo cada mañana. En general lo lograba en cuatro horas de concentración, pues la mayoría de los capítulos son breves. Después me premiaba con la brisa y el sol del mediodía, con un vino blanco helado y con una hora de natación en el mar.

Empiezo por mí, que soy casi un anciano que intenta no quedarse atrás ante a las novedades electrónicas del extraordinario mundo contemporáneo; alguien que no se considera ni apocalíptico ni integrado, según la vieja dicotomía de Eco. Pero ahora que he vuelto a mi mundo en medio de las montañas, he leído (en la red) un artículo sobre los jóvenes nacidos en este siglo, o a finales del pasado, y me impactó enterarme de los cambios mentales que, al parecer, el smartphone está produciendo en ellos. El artículo apareció en el último número de la Atlantic Review. La autora, Jean Twenge, es una psicóloga que se ha ocupado del narcisismo creciente de las nuevas generaciones: escribió un libro, Generación Yo, y ahora sacará uno nuevo sobre lo que ella llama la iGen, los posmilenials, que, en altos porcentajes, viven mucho más pendientes del celular que de la realidad.

Abruptamente, hace unos cinco años, cuando más de la mitad de los norteamericanos tenían ya un smartphone, la profesora Twenge notó bruscos cambios en el comportamiento, las interacciones sociales y las actitudes vitales de los jóvenes, según estudios estadísticos que ella monitorea desde hace decenios. Son niños que han crecido con un smartphone en la mano, y cuyos recuerdos no incluyen un mundo sin la red. Los cambios se aprecian en todas las clases sociales, todos los orígenes étnicos y en toda la geografía de Estados Unidos. (Pueden leer el original aquí). Para ellos, casi toda la vida se filtra a través del teléfono inteligente y las redes sociales asociadas a él.

No todo lo que se observa es malo: estos niños quietos en la cama con su pantalla azul reflejada en sus pupilas tienen menos accidentes, están poco interesados en el alcohol, no están obsesionados con saber manejar carro, se matan menos entre ellos, pero tienen muchos más problemas mentales, sufren de más crisis depresivas y se suicidan más. No parecen muy felices. En asuntos de relaciones personales, más que “salir con alguien”, chatean con alguien, y hoy es menos común que se encuentren en un espacio real. También el sexo “real” es menos frecuente que en las generaciones anteriores. De algún modo hay una cierta extensión de la niñez: los iGen son más pueriles en todas sus actitudes, pues la adolescencia les empieza después. También son adolescentes que duermen menos de lo necesario y que se levantan y se acuestan con la obsesión de saber lo que ha pasado en las redes activas en su smartphone.

El estudio encuentra una correlación fuerte entre las horas de pantalla (sobre todo en redes sociales) y la depresión. Gracias a la información que ahí se despliega hay más niñas que se sienten excluidas y aisladas por sus compañeros. La psicóloga da un solo consejo a los padres de los iGen: que obliguen a sus hijos a apagar o a dejar a un lado mucho más tiempo el celular y se dediquen a cualquier otra actividad.

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