*Invitamos a nuestros columnistas a contarnos de las ideas que defendieron y que, ahora, perciben de manera diferente. Esta columna es parte del especial #CambiéDeOpinión.
Cuando hablan o escriben mal de lo que digo o lo que escribo, no me dicen nada nuevo. Ya lo he pensado yo. Se me ocurren infinidad de cosas con las que no estoy de acuerdo. Muchas las reprimo y no las digo ni las escribo, pero algunas se me escapan de viva voz o por escrito. Católico involuntario que soy, tengo el tic de arrepentirme. Así que nada me queda más fácil que cambiar de opinión; en esas vivo. De casi nada estoy seguro, ni siquiera de esto de no estar seguro. Por eso, cuando el equipo de opinión de El Espectador me propuso participar en este ejercicio colectivo sobre “cambiar de idea”, me pareció muy fácil aceptar. Podría matizar, corregir, incluso invertir muchas columnas mías.
Pero el ejercicio no consiste en hacer un mea culpa general, sino en escoger una opinión expresada alguna vez, y pensarla de nuevo, corregirla, reconocer error. Entre los muchos artículos que he escrito con los que no estoy de acuerdo hay uno que recuerdo con frecuencia. Se trata de algo que publiqué en este mismo periódico hace casi 15 años, en 2009. Su título era, y sigue siendo en la buena memoria de la red, “Columna enmarihuanada”. Y no, ya no estoy de acuerdo con lo que escribí en ella.
Para empezar, el artículo comienza con una ficción. No es cierto que yo lo haya escrito bajo los efectos de la marihuana y la primera frase dice todo lo contrario: “Acabo de fumarme un puchito de marihuana”. ¡Mentira! Ni la marihuana me gusta, ni la consumo, ni he escrito jamás bajo los efectos de la marihuana. Ni de droga alguna. Si algo necesito para escribir es estar sobrio y en mis cinco sentidos. Y esa columna la escribí –ahora no tengo siquiera esa disculpa– estando sobrio. Pero ese no es el problema: así como los actores no tienen que emborracharse para fingir que están borrachos, uno tampoco tiene que fumar marihuana para fingir que está enmarihuanado.
El problema es la argumentación que sigue. El artículo era para defender la dosis personal de droga, su posesión pública, su consumo personal. Filosóficamente sigo estando de acuerdo conmigo mismo, con el yo que fui hace 15 años; uno de los valores que tengo en más alta estima es la libertad. Lo tenía y lo sigo teniendo. Hoy, sin embargo, quizá con el exceso de prudencia que dan los años, sería mucho más cauteloso en la concesión sin restricciones de esas libertades personales. Para empezar, habría que aclarar siempre que esa libertad de acceso al consumo de drogas recreativas que se suponen suaves e inocuas, solo se les puede conceder a los mayores de edad bien informados sobre los riesgos que corren al usar repetidamente esas sustancias. Para seguir, no creo que convenga que ese consumo sea público. Tendría que ser tan solo en espacios privados y restringidos. Y su despacho, en sitios controlados.
En estos 15 años he leído muchos estudios sobre los efectos psíquicos negativos, a mediano y largo plazo, del THC y las decenas de canabinoides. Y estos efectos son mucho más graves cuando esta empieza a consumirse temprano en la vida, en la infancia o en la adolescencia. Lo que más me molesta de mi antiguo artículo es la ligereza y frivolidad con que está escrito. En vez de decir la verdad –que la marihuana solo produce en mí aburrimiento, somnolencia, molestia– describo en ese escrito efectos fantásticos, afrodisíacos y de ampliación de la conciencia. La verdad es que sus efectos suelen ser los opuestos: apatía, desapego, falta de entusiasmo. Ahí recomiendo, incluso a lectores muy jóvenes, una sustancia que ni siquiera me gusta.
Creo que en una sociedad mal informada y poco educada como la nuestra el consumo sin controles de alcohol, marihuana y otras drogas, especialmente en edades tempranas, tiene efectos nefastos para el individuo y la colectividad. Sigo defendiendo la libertad de porte y consumo para los adultos, pero con restricciones muy claras de momento y lugar y prohibición total a los menores.
*Invitamos a nuestros columnistas a contarnos de las ideas que defendieron y que, ahora, perciben de manera diferente. Esta columna es parte del especial #CambiéDeOpinión.
Cuando hablan o escriben mal de lo que digo o lo que escribo, no me dicen nada nuevo. Ya lo he pensado yo. Se me ocurren infinidad de cosas con las que no estoy de acuerdo. Muchas las reprimo y no las digo ni las escribo, pero algunas se me escapan de viva voz o por escrito. Católico involuntario que soy, tengo el tic de arrepentirme. Así que nada me queda más fácil que cambiar de opinión; en esas vivo. De casi nada estoy seguro, ni siquiera de esto de no estar seguro. Por eso, cuando el equipo de opinión de El Espectador me propuso participar en este ejercicio colectivo sobre “cambiar de idea”, me pareció muy fácil aceptar. Podría matizar, corregir, incluso invertir muchas columnas mías.
Pero el ejercicio no consiste en hacer un mea culpa general, sino en escoger una opinión expresada alguna vez, y pensarla de nuevo, corregirla, reconocer error. Entre los muchos artículos que he escrito con los que no estoy de acuerdo hay uno que recuerdo con frecuencia. Se trata de algo que publiqué en este mismo periódico hace casi 15 años, en 2009. Su título era, y sigue siendo en la buena memoria de la red, “Columna enmarihuanada”. Y no, ya no estoy de acuerdo con lo que escribí en ella.
Para empezar, el artículo comienza con una ficción. No es cierto que yo lo haya escrito bajo los efectos de la marihuana y la primera frase dice todo lo contrario: “Acabo de fumarme un puchito de marihuana”. ¡Mentira! Ni la marihuana me gusta, ni la consumo, ni he escrito jamás bajo los efectos de la marihuana. Ni de droga alguna. Si algo necesito para escribir es estar sobrio y en mis cinco sentidos. Y esa columna la escribí –ahora no tengo siquiera esa disculpa– estando sobrio. Pero ese no es el problema: así como los actores no tienen que emborracharse para fingir que están borrachos, uno tampoco tiene que fumar marihuana para fingir que está enmarihuanado.
El problema es la argumentación que sigue. El artículo era para defender la dosis personal de droga, su posesión pública, su consumo personal. Filosóficamente sigo estando de acuerdo conmigo mismo, con el yo que fui hace 15 años; uno de los valores que tengo en más alta estima es la libertad. Lo tenía y lo sigo teniendo. Hoy, sin embargo, quizá con el exceso de prudencia que dan los años, sería mucho más cauteloso en la concesión sin restricciones de esas libertades personales. Para empezar, habría que aclarar siempre que esa libertad de acceso al consumo de drogas recreativas que se suponen suaves e inocuas, solo se les puede conceder a los mayores de edad bien informados sobre los riesgos que corren al usar repetidamente esas sustancias. Para seguir, no creo que convenga que ese consumo sea público. Tendría que ser tan solo en espacios privados y restringidos. Y su despacho, en sitios controlados.
En estos 15 años he leído muchos estudios sobre los efectos psíquicos negativos, a mediano y largo plazo, del THC y las decenas de canabinoides. Y estos efectos son mucho más graves cuando esta empieza a consumirse temprano en la vida, en la infancia o en la adolescencia. Lo que más me molesta de mi antiguo artículo es la ligereza y frivolidad con que está escrito. En vez de decir la verdad –que la marihuana solo produce en mí aburrimiento, somnolencia, molestia– describo en ese escrito efectos fantásticos, afrodisíacos y de ampliación de la conciencia. La verdad es que sus efectos suelen ser los opuestos: apatía, desapego, falta de entusiasmo. Ahí recomiendo, incluso a lectores muy jóvenes, una sustancia que ni siquiera me gusta.
Creo que en una sociedad mal informada y poco educada como la nuestra el consumo sin controles de alcohol, marihuana y otras drogas, especialmente en edades tempranas, tiene efectos nefastos para el individuo y la colectividad. Sigo defendiendo la libertad de porte y consumo para los adultos, pero con restricciones muy claras de momento y lugar y prohibición total a los menores.