En medio del alboroto, las grandes palabras (¡golpe, comunista, dictador!), los ataúdes, los gritos, las proclamas, es muy difícil pensar. No se razona, se escupen miedos, se exagera hasta el delirio y se dicen mentiras gigantescas. El adversario, para unos y otros, es una especie de enviado del demonio, un ángel del apocalipsis. Haría falta calma, tranquilidad y perspectiva histórica, pero casi nadie parece tener la sensatez de poner las cosas en su sitio. Humberto de la Calle es uno de los pocos que se sienta, piensa y dice las cosas como son, según la Constitución y las leyes:
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En medio del alboroto, las grandes palabras (¡golpe, comunista, dictador!), los ataúdes, los gritos, las proclamas, es muy difícil pensar. No se razona, se escupen miedos, se exagera hasta el delirio y se dicen mentiras gigantescas. El adversario, para unos y otros, es una especie de enviado del demonio, un ángel del apocalipsis. Haría falta calma, tranquilidad y perspectiva histórica, pero casi nadie parece tener la sensatez de poner las cosas en su sitio. Humberto de la Calle es uno de los pocos que se sienta, piensa y dice las cosas como son, según la Constitución y las leyes:
“1) Sobre los gastos de la campaña de Petro, si el CNE acoge la ponencia, debe remitir a la Cámara lo relacionado con el presidente. Prima el fuero. 2) Prada debe declararse impedido. Clara animadversión”. Yo añadiría otros hechos, a ver si nos calmamos un poco: aquí ni está en marcha un golpe de Estado ni el presidente debería estar en las plazas dando alaridos y pidiendo que “se debe es responder con la fuerza del pueblo”. Para empezar, eso es un llamado a la violencia, cuando el monopolio de la fuerza debe tenerlo el mismo Estado, dirigido por quien gobierna. Y, para seguir, el pueblo no es solo la multitud que obedece y vocifera; el pueblo también está formado por los que nos quedamos en la casa, bien sea porque somos tullidos o simplemente porque nos gusta más andar solos que marchar en manada como reclutas obedientes a las consignas que el jefe nos indique.
Aquí no hay salvadores ni sepultureros; lamentablemente lo que abunda entre nosotros es la mediocridad, el griterío, la mala leche y el mal genio. En el Gobierno y en la oposición. No se entiende siquiera por qué unos y otros se desgañitan gritando que ya viene el lobo. Oyen un aullido lejano (de un oligarca o del señor de la cachucha) y eso les basta para empezar a gritar que ahí viene el lobo feroz. ¿Cuál lobo feroz, hombre? Cálmense. Ni Petro, por mucho que se esfuerce, es capaz de desbaratar este país en cuatro años, ni lo que habían dejado los demás era propiamente el paraíso.
Mediocridad, desidia, ineptitud y de vez en cuando algún chispazo de lucidez: la paz de Santos con las FARC fue uno de ellos; el intento de reforma agraria de Lleras Restrepo; la ley del libro de Belisario. Francamente uno mira hacia atrás y no hay mucho que salvar. Y mira al presente, a este camorrero Gobierno actual, y tampoco: peleas, alboroto, retórica incendiaria y muy poco gobierno. Lo importante, es decir, los índices de pobreza, desarrollo, Gini, PIB, inversión, violencia, seguridad, exportaciones, no mejoran. Ni progresamos ni galopamos hacia el abismo; estamos quietos o si mucho caminamos hacia un despelote que solo les conviene a los expertos en el alboroto.
Que dos magistrados del Consejo Nacional Electoral afirmen que la campaña del presidente superó los topes de financiación es algo que sucede desde que me conozco en todos los gobiernos. Por ejemplo, en el del expresidente más cercano a este Gobierno, Samper, y ni siquiera con la confesión de sus alfiles de la entrada de millones de dólares del narcotráfico, lo pudieron tumbar. Por unos aportes extemporáneos de un sindicato nadie va a tumbar a Petro, que tiene un montón de garantías, precisamente, para hacer que destituirlo sea muy difícil y solo ante hechos gravísimos entre los que no están una falta administrativa de la que es muy difícil demostrar que él personalmente sea el culpable. Un buen abogado desbarata esas acusaciones en un santiamén.
Lo que pasa es que para mandar y para tener alguna eficiencia en lo que se predica y en lo que quiere hacerse, hay que jugar con las reglas democráticas y hacer política. Esto significa hablar, razonar, encontrar acuerdos en los que ambas partes ceden (es decir, pierden), dejan de lado el maximalismo y reconocen las razones y los intereses de los unos y los otros. Lo que pasa es que nada de esto se consigue gritando, azuzando. Se consigue con calma y gobernando.