Las mentiras, poco a poco, van perdiendo valor; a veces se devalúan más rápido que el peso. Cuando la mentira de un gobierno falaz deja de engañar a la gente, es necesario cambiarla por otra. Es lo que vienen haciendo Putin y sus voceros con su arsenal de embustes que intentan justificar la invasión a Ucrania. Al principio de la guerra, la mentira oficial fue la más descarada: había que liberar al pueblo ucranio de un régimen nazi. Al mismo tiempo se difundía la falsedad paralela de que Ucrania no era un país, sino un regalo de la Unión Soviética. A sus 40 millones de habitantes y 600.000 kilómetros cuadrados de territorio solo se les había concedido una independencia provisional.
Cuando la falacia del nazismo dejó de engañar, porque hasta en un régimen autoritario que controla la prensa es posible que se filtre la duda, la mentira para justificar la agresión tuvo que ser cambiada. Como el país invadido (e inexistente) no recibió con cantos, flores y pañuelos al ejército invasor, sino con una resistencia heroica, ya no se los acusó de ser nazis, sino terroristas. Cuando les hundieron el buque insignia de su flota naval, el Moskva, cuando les volaron casi toda la flota de aviones de guerra en Crimea y les derribaron medio puente por donde llegaban los suministros de guerra, Ucrania dejó de ser nazi y pasó a ser terrorista. Los invasores empezaron a posar de víctimas y de agredidos. Declararon que algunas regiones ucranias ya formaban parte de la Federación Rusa y por lo tanto, si el ejército ucranio recuperaba allí territorio, Rusia era la invadida.
La patraña anterior era tan ridícula que duró poco. Era necesario, una vez más, cambiar de mentira. Llegó entonces la última, esta semana. La “operación militar” en Ucrania, explicó Putin, es una cruzada de la cristiana Madre Rusia contra el satanismo de Occidente. La invasión ya no es contra los nazis ni contra el terrorismo, sino contra la ideología satánica de Europa Occidental, que permite la aberración antinatural y diabólica de que dos mujeres o dos hombres se casen, conformen una familia e incluso tengan hijos. O perversiones peores como admitir que a veces haya quien se sienta bisexual, o que su cuerpo anatómico no se corresponde con su identidad mental. Según esta última mentira, cuando Estados Unidos o Europa Occidental apoyan a Ucrania con armas, lo que pretenden es imponerle a la sagrada y ortodoxa patria rusa cosas tan aberrantes como la ideología de género, la homosexualidad, la pedofilia (todo se mete en el mismo costal) y todo lo demás que se les ocurra.
Putin ahora declara que debe defender las fronteras de Rusia de la invasión de las costumbres depravadas de Occidente. Su guerra, que ni siquiera puede llamarse así, es para defender los valores tradicionales. Y Rusia los defiende con crímenes de guerra tan cristianos como bombardear las centrales eléctricas con las que la población civil de Ucrania debe proveerse de calefacción para el invierno. La Duma, o cámara legislativa de Rusia, en su afán por divulgar esta última mentira, acaba de aprobar por unanimidad (lo típico de Rusia y otras dictaduras es que todo se aprueba por unanimidad, no existe un solo voto de disenso) una ley que prohíbe novelas, películas o declaraciones públicas en las que se describan o apoyen las relaciones homosexuales, pues estas están “destinadas a la formación de actitudes sexuales no tradicionales”. Según la Madre Rusia, la homosexualidad es algo que se enseña y se inculca.
En el combate contra la mentira (donde todavía se puede librar sin el temor de ser multados o encarcelados) nos toca machacar con verdades triviales que la hipocresía (rusa y local) pretende ignorar. La de Putin no es una guerra contra el satanismo de Occidente, sino una guerra contra lo que más odian los déspotas: la libertad. Y el peor atentado contra la libertad es que haya un poder capaz de obligarte a aceptar sus mentiras como si fueran verdades.
Las mentiras, poco a poco, van perdiendo valor; a veces se devalúan más rápido que el peso. Cuando la mentira de un gobierno falaz deja de engañar a la gente, es necesario cambiarla por otra. Es lo que vienen haciendo Putin y sus voceros con su arsenal de embustes que intentan justificar la invasión a Ucrania. Al principio de la guerra, la mentira oficial fue la más descarada: había que liberar al pueblo ucranio de un régimen nazi. Al mismo tiempo se difundía la falsedad paralela de que Ucrania no era un país, sino un regalo de la Unión Soviética. A sus 40 millones de habitantes y 600.000 kilómetros cuadrados de territorio solo se les había concedido una independencia provisional.
Cuando la falacia del nazismo dejó de engañar, porque hasta en un régimen autoritario que controla la prensa es posible que se filtre la duda, la mentira para justificar la agresión tuvo que ser cambiada. Como el país invadido (e inexistente) no recibió con cantos, flores y pañuelos al ejército invasor, sino con una resistencia heroica, ya no se los acusó de ser nazis, sino terroristas. Cuando les hundieron el buque insignia de su flota naval, el Moskva, cuando les volaron casi toda la flota de aviones de guerra en Crimea y les derribaron medio puente por donde llegaban los suministros de guerra, Ucrania dejó de ser nazi y pasó a ser terrorista. Los invasores empezaron a posar de víctimas y de agredidos. Declararon que algunas regiones ucranias ya formaban parte de la Federación Rusa y por lo tanto, si el ejército ucranio recuperaba allí territorio, Rusia era la invadida.
La patraña anterior era tan ridícula que duró poco. Era necesario, una vez más, cambiar de mentira. Llegó entonces la última, esta semana. La “operación militar” en Ucrania, explicó Putin, es una cruzada de la cristiana Madre Rusia contra el satanismo de Occidente. La invasión ya no es contra los nazis ni contra el terrorismo, sino contra la ideología satánica de Europa Occidental, que permite la aberración antinatural y diabólica de que dos mujeres o dos hombres se casen, conformen una familia e incluso tengan hijos. O perversiones peores como admitir que a veces haya quien se sienta bisexual, o que su cuerpo anatómico no se corresponde con su identidad mental. Según esta última mentira, cuando Estados Unidos o Europa Occidental apoyan a Ucrania con armas, lo que pretenden es imponerle a la sagrada y ortodoxa patria rusa cosas tan aberrantes como la ideología de género, la homosexualidad, la pedofilia (todo se mete en el mismo costal) y todo lo demás que se les ocurra.
Putin ahora declara que debe defender las fronteras de Rusia de la invasión de las costumbres depravadas de Occidente. Su guerra, que ni siquiera puede llamarse así, es para defender los valores tradicionales. Y Rusia los defiende con crímenes de guerra tan cristianos como bombardear las centrales eléctricas con las que la población civil de Ucrania debe proveerse de calefacción para el invierno. La Duma, o cámara legislativa de Rusia, en su afán por divulgar esta última mentira, acaba de aprobar por unanimidad (lo típico de Rusia y otras dictaduras es que todo se aprueba por unanimidad, no existe un solo voto de disenso) una ley que prohíbe novelas, películas o declaraciones públicas en las que se describan o apoyen las relaciones homosexuales, pues estas están “destinadas a la formación de actitudes sexuales no tradicionales”. Según la Madre Rusia, la homosexualidad es algo que se enseña y se inculca.
En el combate contra la mentira (donde todavía se puede librar sin el temor de ser multados o encarcelados) nos toca machacar con verdades triviales que la hipocresía (rusa y local) pretende ignorar. La de Putin no es una guerra contra el satanismo de Occidente, sino una guerra contra lo que más odian los déspotas: la libertad. Y el peor atentado contra la libertad es que haya un poder capaz de obligarte a aceptar sus mentiras como si fueran verdades.