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Una mirada rápida a los amigos de Putin en el mundo da una idea clara de sus preferencias: no se trata de una predilección por la izquierda (como uno podría pensar, dada su amistad con gobiernos supuestamente izquierdistas); tampoco se inclina a la derecha (Putin también tiene aliados en gobiernos de derecha); su verdadera inclinación, entonces, es por gobiernos que desprecien la democracia liberal, o al menos la democracia tal como se la concibe en la Unión Europea, Estados Unidos, Australia o Japón. Basta incluso que un líder en este último bloque tenga inclinaciones autoritarias para que de inmediato surja la simpatía por Putin y sus métodos de gobierno.
Dondequiera que retoña un autócrata, un nostálgico del hombre fuerte y solo que gobierna a su antojo un país unido a su alrededor, allí está Putin. De ahí su cercanía con Daniel Ortega, Hugo Chávez o Nicolás Maduro, esa supuesta izquierda continental de países regidos por autócratas; pero también de ahí el enamoramiento reciente de Jair Bolsonaro, que acaba de visitarlo en el Kremlin, en plena crisis de Ucrania (“Putin cree en Dios, honra a sus militares y valora la familia”, declaró el brasileño al llegar) o los coqueteos con el peronista (o nostálgico de Perón) argentino, Alberto Fernández, otro viajero reciente a Rusia, sediento de dólares que Putin no le puede dar.
El camino por el que el fascista Bolsonaro se ha convertido en el nuevo mejor amigo de Putin en Latinoamérica es bastante obvio. Cuando Biden ganó las elecciones en Estados Unidos, Bolsonaro fue el primero en alinearse con Trump, y encandilado por su ídolo y modelo declaró que la victoria de Biden había sido un fraude. La cercanía de Trump con el hombre fuerte de Rusia era más vieja, ya que Trump le debía al autócrata ruso muchos favores durante su campaña electoral contra Hillary Clinton. Favor correspondido: si alguien cerró siempre los dos ojos frente a los crímenes de Putin este fue su amigo Donald Trump. Para entender el contraste entre Trump y su sucesor, nada más claro que la opinión de Biden sobre el hombre fuerte de Rusia: “Putin es un asesino”.
¿Lo es? Algunos excolaboradores de Putin consideran que sí. Recordemos solamente al disidente Alexander Litvinenko, exoficial de los servicios secretos rusos (FSR, que reemplazó a la KGB soviética). Después de ser apresado y perseguido por Putin logró escapar a Gran Bretaña con su familia, recibió asilo político y luego la nacionalidad británica. Litvinenko acusó a Putin de haber dado la orden de asesinar al oligarca ruso caído en desgracia, Boris Berezovsky, y a la periodista Anna Pokitkovskaya (crítica feroz del gobierno Putin). El pobre Litvinenko no sobrevivió mucho tiempo a sus acusaciones: en 2006 fue envenenado con Polonio-210 (una sustancia tan tóxica que basta un solo gramo de este isótopo para matar 50 millones de personas). A Litvinenko le pusieron un microgramo (un millonésimo de gramo) en una bebida y falleció 20 días después entre horrendos sufrimientos. Todas las pistas de este asesinato apuntan en la misma dirección: la del exteniente coronel de la KGB y antiguo espía del mismo organismo en Alemania Oriental, Vladimir Vladimirovich Putin. Nieto, por más señas, del cocinero personal de Joseph Stalin.
Ucrania es uno de los mayores “graneros de Europa”. Sus planicies fértiles son grandes productoras de trigo. El gran pecado de Ucrania es querer acercarse más al modelo democrático de la Unión Europea (como sus vecinas Polonia, Hungría o Lituania) y alejarse del modelo de dominación instaurado cuando fue una república soviética. Durante Stalin la lengua ucraniana fue prohibida y se intentó “rusificar” completamente el país. Putin, un gran nostálgico del poderío imperial soviético, quiere dominar de nuevo una república que aspira a mantener su independencia. En vista de que Rusia no tiene manufacturas ni tecnología para exportar (salvo armamentos o materias primas), exporta el caos.