La izquierda mojigata, la izquierda que desprecia las “libertades burguesas” (de expresión, de prensa, de sufragio, de movimiento), la izquierda biempensante que se llena la boca con palabras grandes (antiimperialismo, neocolonialismo, unión de los pueblos oprimidos del sur), considera un error criticar al Islam y a los islamistas. La suya sería una lucha desesperada de un pueblo oprimido que por casualidad asume el ropaje de la religión.
Si alguien se ríe del papa de Roma, está bien; si alguien ironiza sobre los predicadores evangélicos norteamericanos, no hay problema; si un caricaturista pinta a Obama como un orangután, perfecto. Pero como los islamistas son del tercer mundo y denuncian a Estados Unidos como el imperio del mal, y a Francia, Gran Bretaña y España como sus aliados, entonces criticar al terrorismo islámico (o pintar al profeta) es lo mismo que apoyar los bombardeos del hombre blanco occidental. Frente al Islam dicen que hay que ir con maña, que no podemos ser ofensivos con esa cultura y esa religión que hace medio milenio era más tolerante y culta que la católica.
Esta semana estuvo en Bogotá Salman Rushdie, una de las víctimas emblemáticas del fanatismo musulmán. Sus libros han sido quemados en autos de fe medievales (en Inglaterra, en Pakistán, en India…); ayatolas y clérigos le han puesto precio a su cabeza; durante casi 20 años tuvo que vivir como un topo, escondido bajo falsos nombres, en la clandestinidad como si fuera un delincuente, acusado de blasfemo, de apóstata, de demonio. Sus “versos satánicos” (una verdad de la historia de Mahoma), un pecado imperdonable. Se prohibieron sus libros, algunos editores dejaron de publicarlos y algunos libreros de venderlos; uno de sus traductores fue asesinado, otro herido, todos amenazados.
Ahora Rushdie pudo venir a Colombia sin escoltas y tuve el honor de presentar su libro más reciente: Dos años, ocho meses y veintiocho noches. Se trata de una especie de novela filosófica (a la manera de Swift o de Voltaire) en la que luchan la luz y las tinieblas por el control del mundo. El inmenso problema del Islam contemporáneo se trata aquí delicadamente como la continuación de la lucha entre las visiones antagónicas de dos filósofos musulmanes: Ibn Rushd (más conocido como Averroes) y Al-Ghazali. El primero, defensor de un examen racional de las cosas, que pone límites naturales al dominio divino; y el segundo, el que se impuso entre los integristas, con una visión cerrada y triste que se apega a la letra del Corán y a las doctrinas más estrictas.
Rushdie es un hombre jovial y brillante. Su mismo apellido lo tomó su padre de Averroes, por admiración. Y esa mentalidad más abierta ha sido casi un destino para el laico escritor británico de origen indio. Tanto esta novela filosófica, como su extraordinario libro de memorias, Joseph Anton (el nombre que tomó de Conrad y Chéjov, para su identidad secreta), son muestras de su calidad y devoción literarias. Los niños de la medianoche, su segunda novela, es una de las obras maestras de nuestro tiempo.
Conversar con Rushdie en Bogotá (mucho más sobre el oficio de escribir que sobre su posición política) fue una manera de reivindicar el derecho a la libertad de pensar y de discutir. Un pensador laico y liberal como él cree que se debe respetar al adversario, pero no necesariamente sus ideas, que en cambio pueden ser criticadas con furor. Y que ni en la literatura ni en el periodismo se puede desterrar el humor, porque una caricatura sin sátira es como un río sin agua, y un libro sin la gracia de la risa y de la fantasía, podrá ser un texto doctrinario, pero no una verdadera obra de creación. Estas Mil y una noches futuristas, reales y fantásticas al mismo tiempo, son también una invitación en pensar con libertad sobre el gran tema de la violencia terrorista contemporánea, que se está volviendo tan horrible y frecuente como los terremotos, y tan peligrosa como el calentamiento global.
La izquierda mojigata, la izquierda que desprecia las “libertades burguesas” (de expresión, de prensa, de sufragio, de movimiento), la izquierda biempensante que se llena la boca con palabras grandes (antiimperialismo, neocolonialismo, unión de los pueblos oprimidos del sur), considera un error criticar al Islam y a los islamistas. La suya sería una lucha desesperada de un pueblo oprimido que por casualidad asume el ropaje de la religión.
Si alguien se ríe del papa de Roma, está bien; si alguien ironiza sobre los predicadores evangélicos norteamericanos, no hay problema; si un caricaturista pinta a Obama como un orangután, perfecto. Pero como los islamistas son del tercer mundo y denuncian a Estados Unidos como el imperio del mal, y a Francia, Gran Bretaña y España como sus aliados, entonces criticar al terrorismo islámico (o pintar al profeta) es lo mismo que apoyar los bombardeos del hombre blanco occidental. Frente al Islam dicen que hay que ir con maña, que no podemos ser ofensivos con esa cultura y esa religión que hace medio milenio era más tolerante y culta que la católica.
Esta semana estuvo en Bogotá Salman Rushdie, una de las víctimas emblemáticas del fanatismo musulmán. Sus libros han sido quemados en autos de fe medievales (en Inglaterra, en Pakistán, en India…); ayatolas y clérigos le han puesto precio a su cabeza; durante casi 20 años tuvo que vivir como un topo, escondido bajo falsos nombres, en la clandestinidad como si fuera un delincuente, acusado de blasfemo, de apóstata, de demonio. Sus “versos satánicos” (una verdad de la historia de Mahoma), un pecado imperdonable. Se prohibieron sus libros, algunos editores dejaron de publicarlos y algunos libreros de venderlos; uno de sus traductores fue asesinado, otro herido, todos amenazados.
Ahora Rushdie pudo venir a Colombia sin escoltas y tuve el honor de presentar su libro más reciente: Dos años, ocho meses y veintiocho noches. Se trata de una especie de novela filosófica (a la manera de Swift o de Voltaire) en la que luchan la luz y las tinieblas por el control del mundo. El inmenso problema del Islam contemporáneo se trata aquí delicadamente como la continuación de la lucha entre las visiones antagónicas de dos filósofos musulmanes: Ibn Rushd (más conocido como Averroes) y Al-Ghazali. El primero, defensor de un examen racional de las cosas, que pone límites naturales al dominio divino; y el segundo, el que se impuso entre los integristas, con una visión cerrada y triste que se apega a la letra del Corán y a las doctrinas más estrictas.
Rushdie es un hombre jovial y brillante. Su mismo apellido lo tomó su padre de Averroes, por admiración. Y esa mentalidad más abierta ha sido casi un destino para el laico escritor británico de origen indio. Tanto esta novela filosófica, como su extraordinario libro de memorias, Joseph Anton (el nombre que tomó de Conrad y Chéjov, para su identidad secreta), son muestras de su calidad y devoción literarias. Los niños de la medianoche, su segunda novela, es una de las obras maestras de nuestro tiempo.
Conversar con Rushdie en Bogotá (mucho más sobre el oficio de escribir que sobre su posición política) fue una manera de reivindicar el derecho a la libertad de pensar y de discutir. Un pensador laico y liberal como él cree que se debe respetar al adversario, pero no necesariamente sus ideas, que en cambio pueden ser criticadas con furor. Y que ni en la literatura ni en el periodismo se puede desterrar el humor, porque una caricatura sin sátira es como un río sin agua, y un libro sin la gracia de la risa y de la fantasía, podrá ser un texto doctrinario, pero no una verdadera obra de creación. Estas Mil y una noches futuristas, reales y fantásticas al mismo tiempo, son también una invitación en pensar con libertad sobre el gran tema de la violencia terrorista contemporánea, que se está volviendo tan horrible y frecuente como los terremotos, y tan peligrosa como el calentamiento global.