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Después de haber compuesto unas cuatrocientas canciones, Joan Manuel Serrat dio su último concierto en Barcelona hace poco más de un año, el 23 de diciembre del 2022. Y hace pocos días, el 27 de diciembre, cumplió ochenta años. Elegante como siempre ha sido, no quiso que ambas fechas coincidieran. Hoy quiero agradecer y celebrar su vida, que tanta emoción y alegría nos ha dado a quienes llevamos más de medio siglo nutriéndonos de su música, sus letras, sus canciones. Para hacerlo quisiera recordar partes de una entrevista que le hice (salió publicada en Cromos) el siglo pasado.
Si cada generación escoge la música que quiere oír y los cantantes que la representan, los que crecimos, nos enamoramos, gozamos y sufrimos con las canciones de Serrat creemos que tuvimos mucha suerte. Nuestros padres y tíos se desgarraban o se volvían melancólicos entre boleros y tangos; nuestros hijos y sobrinos se sobreexcitan entre ritmos metálicos y tropicales; en cambio nosotros, la tercera generación del siglo (los que nacimos entre el 50 y el 75), nosotros tuvimos y tenemos a Serrat. Si hablamos de la música popular que nos gusta y que más o menos explica cómo sentimos y pensamos nosotros, él es nuestra bandera.
Serrat es esa gracia de las melodías que de un momento a otro empezamos a tararear sin darnos cuenta; también es esas letras cargadas de alusiones luminosas que ya no se nos borran de la memoria. En ellas está el amor sin cursilería, las relaciones familiares cotidianas, con toda su miseria, su discreto encanto y aun su felicidad: los hijos que crecen, los hermanos que se van, los tíos que envejecen, y hasta el perro que se escapa. Serrat es también el compromiso con la realidad social; su actitud de siempre y muchas de sus canciones nos recuerdan la importancia de no hacernos los locos ante las lacras del presente. Un botón de muestra: varias veces Serrat estuvo en Chile, en conciertos pensados y cantados con el fin de que no se olviden los crímenes de Pinochet. Su crítica nos ha ayudado a ser críticos, aunque sin rabia y sin resentimiento.
Y como si todo lo anterior fuera poco, Serrat también significó para nosotros el primer descubrimiento de la más grande poesía española de este siglo: Machado, Miguel Hernández, León Felipe, Alberti. Todo eso nos lo ha dado Serrat con la seductora cadencia de su voz; a él le debemos que muchas de nuestras emociones y alegrías tengan una frase precisa para entenderlas mejor.
Sólo en el ambiente antifranquista de Barcelona y de la Nova Cançó catalana podía surgir una figura tan fascinante como Serrat. Por eso fue tan dulce que la cita con él fuera precisamente en las Ramblas de su Barcelona. Ahí me lo encontré, muy cerca del mercado de la Boquería, vestido de tenis y camiseta, como un tipo cualquiera, entre un grupo de vecinos que despiden a sus hijos al pie del bus que los llevará a una colonia de vacaciones. Serrat es –y se ve que quiere ser– uno más entre ellos, sin el vedettismo ridículo de las estrellas. Tenía a su hija Candela cogida de la mano y en su cara se dibujaba el mismo gesto aprensivo que ponemos todos los padres en las despedidas.
No caben aquí las numerosas preguntas que le hice, pero copio una sola, con su respuesta: “¿Por qué ahora no nos gusta la música que les gustaba a nuestros padres?”
Yo creo que nunca ha ocurrido. Los muchachos necesitan reafirmar su posición en la vida, su posición frente a una estructura de la que necesitan tanto depender como liberarse. Quieren sentirse distintos o distintas, cuando no completamente opuestos. Pero en un momento determinado también la persona reacciona y toma decisiones por su cuenta, con independencia de lo que a papá o a mamá les haya gustado, y empiezan a oír esa misma música aunque sea a escondidas. Empiezan a reconocer ciertas cosas que también les pueden gustar a ellos, a pesar de que les gustaran a los padres.
Así es. Hace poco oí a mis hijos cantar a grito herido las canciones del ochentón Serrat.