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Si bien Cervantes con la segunda parte del Quijote pareció desmentir aquello de que “nunca segundas partes fueron buenas”, lo cierto es que en el caso de su maravillosa novela se cumple la excepción, pero no se desmiente la regla. Creo que esa regla sigue siendo válida, y no solo en asuntos literarios, sino, y sobre todo, en la política o en cosas de gobierno. En lo literario porque si una obra fue excepcionalmente buena, no es recomendable arriesgarse a sacarle una segunda parte que, muy probablemente, será inferior a la primera. Y en la política, en vista de que no es posible que haya un gobierno perfecto (lo que quiere decir que es irremediable que sean algo malos), lo más probable es que la segunda parte de ese mal gobierno sea incluso peor.
Traigo esto a cuento por la segunda parte del gobierno Trump, que en escasos veinte días (del 21 de enero a la fecha) ya ha comenzado todo lo mal que pudiera ser no solo para su país, sino para el mundo entero. Y no es que esto haya sido una sorpresa, pues bien sabíamos que esta segunda parte sería muy mala; lo que no sabíamos es que pudiera ser tan horrenda.
Empiezo por una decisión absurda que ha tomado, si bien no se trata de la más grave. Está demostrado que lo mejor (lo más eficaz) para desanimar las migraciones de las zonas más pobres hacia las más ricas es invertir en lo básico de las zonas más pobres. Un ejemplo local: cuando EPM se dio cuenta de lo difícil que era brindarles servicios (agua potable, electricidad, alcantarillado) a la avalancha de inmigrantes del campo, no se dedicó a poner vallas que impidieran la entrada de los desesperados, sino a invertir en las zonas rurales. Un gran gerente, Federico Restrepo, logró convencer a los concejales de Medellín de que a Medellín le convenía invertir digamos en Urabá, más que a nivel local.
Esto se cumple también para el mundo: si EE. UU. quiere que haya menos inmigrantes latinoamericanos en su territorio, lo mejor es invertir en el desarrollo de nuestros países. Eso hacía, aunque en una medida mínima y precaria, Usaid. Y a lo que se ha dedicado el gobierno Trump (con la ayuda de Musk y su saludo nazi) es a arrasar a Usaid y sus programas contra el hambre, el sida, la poliomielitis, en el tercer mundo, y a favor de la paz en Colombia. En cuestión de horas, por obra y gracia de Musk, no solo se desmanteló esta agencia, sino que hasta la página web de Usaid fue censurada (¡por este paladín de la libertad de expresión!).
Pero hay síntomas mucho más graves de lo que se nos viene con esta avalancha de “órdenes ejecutivas”. Mediante ellas, Trump ha retirado a EE. UU. de pactos ecológicos fundamentales para salvar el planeta (el Acuerdo de París), de instituciones globales de promoción de la salud (salir de la OMS), o lo que es peor, pretende sancionar a los jueces y empleados de la más alta y la más seria de las instancias mundiales de justicia, la Corte Penal Internacional, por haber osado investigar los crímenes de guerra de sus aliados.
Lo que demuestran las órdenes y los hechos de Trump, Musk y sus secuaces, es gravísimo. Hay algo que no soportan: que unos valores abstractos (pero con absoluto fundamento real en estos casos) como la ciencia y la justicia puedan estar por encima del interés y de la voluntad de los más poderosos, sean estos países o personas muy ricas. EE. UU. y las personas más ricas del orbe creen que, por el solo hecho de serlo, están por encima de la ley, es decir de la justicia, y por encima de la verdad, es decir de la ciencia. Musk (un inmigrante sudafricano) y sus más cercanos colaboradores y supremacistas blancos tienen una agenda claramente fascista: inmigración eugenésica (contra árabes, judíos, indios y obviamente contra “subamericanos”). Uno de los más cercanos a Musk, Marko Elez, en un tuit que borró, se declaraba “racista, aun desde antes de que esto estuviera de moda”. Sí, el racismo es una de las banderas ocultas del nuevo gobierno de EE. UU.
