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Hace un mes escribí una columna aconsejándoles a mis lectores desconectarse un poco del celular y de las redes sociales. Como esos curas lúbricos que predican la castidad sin practicarla (“haz tú lo que bien digo y no lo que mal hago”, decía la Celestina), no me hice caso a mí mismo y una semana después estaba enfrascado por Twitter en una polémica salvaje con Gustavo Petro. A partir de dos tuits míos en los que lo acusé de ser criptochavista y tramposo, el petrismo iracundo se me vino encima, empezando por esas dos grandes plumas que lo apoyan, Bolívar y Sanín. Que a uno lo ataquen novelistas tan retorcidos (famoso el uno por las tetas y la otra por los anos) es casi un honor, pero además del fino humor de estos dos, detrás de ellos venía toda la plebe de Petro que por Twitter ataca en manada, como las hienas.
Tratando de esquivar los baldados de estiércol que los trolls de Petro vaciaban sobre mí, intentando responder a sus madrazos con eufemismos que por supuesto en Twitter resultan incomprensibles (solo lo explícito y vulgar triunfa en las redes sociales, como lo demuestra el triunfo de Trump), me pasó algo lamentable: perdí el avión que me llevaba a Madrid y a la Feria del Libro de Casablanca. Al darme cuenta del efecto nocivo y distractor que Twitter estaba teniendo en mí, resolví desactivar la cuenta, y me prometí no volver a meterme en discusiones políticas por ahí. Fue como cuando un alcohólico toca fondo y tiene lagunas. La cosa no podía seguir así. Me derrotó tanta porquería y me rendí.
He dejado pasar tres semanas para poder contar esto con serenidad, sin rabia, sin emoción. También para explicar, brevemente, que no me rendí porque hubiera dicho una mentira, sino porque no soporté más los insultos, las calumnias y las amenazas de los bots, los trolls, los fans y los plumíferos de Petro. Cuando dije que Carlos Gaviria me había contado que Petro le había cambiado las actas en una reunión del Polo, no lo hice (como se me acusó) calculando que no se me podía desmentir porque estaba usando las palabras de un muerto. Lo escribí sin hacer ningún cálculo, como fue, tal como Carlos me lo había contado.
Pero ese tuit, por supuesto, tenía la fragilidad de que su fuente fuera una persona ya fallecida. Se me preguntó, con razón, por qué Carlos Gaviria no había acusado a Petro públicamente, y por qué en cambio públicamente lo había apoyado cuando fue candidato presidencial del Polo. Lo voy a explicar.
Ante todo les cuento cómo fue lo de los documentos cambiados. Petro mismo lo tiene que recordar pues fue en un congreso del Polo en el Hotel Bacatá en el que le pidieron que su esposa no se quedara, por no pertenecer a la dirección del partido. La reunión, a puerta cerrada, duró el día entero. Ya por la noche, en pequeños grupos, cada comisión debía redactar uno de los puntos acordados arduamente durante el día. La comisión de Petro cambió lo acordado y Carlos protestó. Lo corrigieron. Era muy tarde y resolvieron leer al día siguiente, con más calma, el documento final. Al día siguiente volvieron a leer el acuerdo redactado por la comisión de Petro: una vez más el mismo “error” de la noche anterior. El error no era un detalle: consistía en si los gastos del partido eran aprobados por el presidente del Polo (Gaviria), o por el secretario (Navarro, aliado de entonces de Petro). Fue tal la furia de Gaviria que los tramposos se rasgaron las vestiduras, y volvieron a corregir. Hay testigos. Carlos no lo denunció para proteger la unidad del Polo, y por ese mismo motivo de disciplina apoyó la candidatura de Petro, una sola vez, cuando este le ganó la consulta. No porque sintiera respeto por él.
Ahora una cuña para las elecciones del domingo. Para el Senado aconsejo votar por alguien decente de verdad: Mockus, Angélica Lozano o Iván Marulanda. En Cámara de Bogotá y Antioquia apoyo a dos verdes jóvenes: Juanita Goebertus y Daniel Duque, ambos el 110. En el Valle, a otra verde limpia: Catalina Ortiz.