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Hoy empieza el tercer año de la invasión rusa a Ucrania, la peor tragedia europea desde el final de la II Guerra Mundial. Creo que hace dos años Ucrania ni siquiera existía muy nítidamente en nuestra imaginación, y así como en Europa confunden a Colombia con Bolivia y a Uruguay con Paraguay, muchos latinoamericanos no tenían muy claro si Ucrania o Moldavia, Uzbekistán o Kazajistán eran países independientes o territorios afiliados a la Confederación Rusa. Por desgracia los países existen más que nunca gracias a su sufrimiento, y hoy Ucrania, después de millones de exiliados y desplazados, después de cientos de miles de ciudadanos muertos por el ejército ruso, es más real que nunca.
Hace dos años, cuando Putin lanzó la que se suponía que sería una Blitzkrieg, una guerra relámpago al estilo de Hitler en Polonia, escribí en estas páginas: “Putin niega la existencia de Ucrania invadiéndola y matando a sus habitantes. Si Ucrania resiste, y resistirá, los humillados por los tanques y los bombarderos rusos se sentirán más ucranianos que nunca y más alejados que siempre de la madrastra rusa”.
Gracias a la asombrosa resistencia de los ucranianos, el cálculo de la Blitzkrieg le salió muy mal a Putin. Los soldados rusos llevaban en el morral sus uniformes de gala; pensaban que en pocas semanas estarían haciendo un desfile triunfal por las calles de Kiev, que habrían matado a Zelenski e instalado un gobierno títere que obedeciera a Moscú. El mismo Biden se imaginaba también una derrota así (parecía imposible que Ucrania pudiera resistir a uno de los ejércitos más poderosos del planeta) y le ofreció a Zelenski un avión para sacarlo a él y a su familia a un país seguro. Zelenski empezó a ganar la guerra cuando le respondió al presidente de Estados Unidos: “La pelea es aquí; yo no necesito un taxi, sino municiones para defender a mi país”. Biden se las mandó.
En las últimas semanas el ejército ruso ha recuperado terreno. Consiguió tomar una ciudad, Avdiivka, y después de meses a la defensiva tiene otra vez la iniciativa en Ucrania del este. Putin ha ido exiliando o matando uno tras otro a quienes se atreven a contradecirlo y se encamina a una nueva victoria electoral arrasadora, sin nadie que se le oponga. El Congreso de Estados Unidos, amedrentado por el posible regreso de Trump –un putiniano– al poder, no ha aprobado las ayudas a Ucrania que Biden solicita. Europa occidental titubea. El escenario para Putin parece ideal.
No es así. Cuando Putin, hace diez años, invadió y anexó a Crimea en una guerra relámpago fácil, Occidente protestó de dientes para afuera, pero luego miró hacia otro lado y siguió haciendo negocios con Rusia. Con la invasión completa a Ucrania de hace dos años, en cambio, a Putin le salió el tiro por la culata porque Occidente, al fin, se pellizcó. El pretexto para invadir Ucrania, falso, era su posible entrada en la OTAN (que estaba lejos). Pues bien, dos países fronterizos con Rusia, con ejércitos y recursos mucho más grandes que Ucrania, adhirieron a la OTAN: Finlandia y Suecia. La Unión Europea ha aumentado sus gastos de defensa como nunca antes. Y si Putin soñaba con que Ucrania volviera a su esfera de influencia, hoy en Ucrania no hay un líder ni un país más odiados que él y Rusia. Ucrania es hoy una nación mucho más nítida para todos nosotros e incluso para los mismos ucranianos.
Hace ocho meses vi morir frente a mí, en Kramatorsk, cerca del frente de batalla, a la joven escritora Victoria Amelina. Un misil ruso la mató a ella y a 12 civiles más. La literatura me llevó a Kiev, y Victoria nos llevó a tres colombianos a documentar los crímenes de guerra de Rusia. Mi vida cambió para siempre. Ucrania, que parecía muy lejos, nunca ha estado tan cerca de mí. El presidente de mi país dijo en Bruselas que no sabría escoger entre Putin y Biden. Pocas veces he oído un dilema más bruto y más ofensivo que este. Bruto por su insensibilidad y ofensivo para la inteligencia.