Recuerdo que en Semana Santa estrenábamos zapatos; unos zapatos duros, de cuero casi crudo, comprados en Rionegro, que nos quedaran grandes para que nos duraran, remontados en noviembre, hasta el año siguiente.
Los pies de los niños crecen muy rápido. Recuerdo que, tuviera o no pecados, a los ocho años debía confesarme, pues era necesario empezar pronto a entrenar el cerebro a sentir culpa. Con Dios o sin Dios, con diablo o sin el diablo, la sensación católica de tener una deuda con la vida nos queda para siempre, y apenas se paga a medias con expiación, dolor y sacrificios.
Recuerdo que mi hermana la mayor consiguió novio a los 12 años —y terminó casándose con él— en una procesión de Jueves Santo. Recuerdo penitentes que se azotaban el lomo con zurriagos y que a golpes de rejo les quedaban llagas de verdad en el pellejo; unas rayas rojizas les surcaban la espalda, en una mezcla de ampollas y aguasangre. Recuerdo señores de la parroquia disfrazados de romanos, con sandalias y yelmos. Recuerdo un Jesús rubio, amanerado, a horcajadas en un burro de cerámica. Recuerdo a Judas, oscuro de piel, colgado de un árbol. Recuerdo la obligación de visitar monumentos, oír el sermón eterno de las siete palabras.
Y hoy todo esto lo veo como un ritual lejano, infantil y salvaje. Una fábula extraña de un joven torturado en ritos sanguinarios de colonos romanos. Un muchacho peludo, una especie de hippie que se muere de sed, colgado al sol de una cruz, chorreando sangre, y su madre lo ve, sus amigos lo ven, quienes lo aman lo ven, mientras agoniza. Luego lo entierran debajo de una lápida y dicen que resucita al tercer día, y que está sentado a la derecha del padre. Lo más extraño de todo este relato es que haya cientos de millones de personas que todavía lo crean, y digan que así fue, porque cuatro libros que cuentan versiones distintas de lo mismo, así lo afirman.
Veo a mi madre salir a misa, con su bastón de más que octogenaria, y fervorosamente comerse una hostia que —aseguran— después de unas palabras se ha convertido en el cuerpo y la sangre de Cristo. Ella cree, y con ella millones creen que es verdad este cuento tan raro, y yo no le pregunto ni le discuto nada, pero me maravilla que en una cabeza tan sabia y tan astuta quepa una fábula tan burda y tan inverosímil, algo que nadie le aceptaría al mejor novelista de relatos fantásticos.
En un poema lúcido (Cristo en la cruz), Jorge Luis Borges describe lo que pudo pasar hace dos milenios: “El rostro no es el rostro de las láminas. / Es áspero y judío”. No el nórdico ojiazul y amanerado de las procesiones, sino “la negra barba que pende sobre el pecho” y las facciones semitas. A continuación Borges hace el recuento de lo que todavía no era el cristianismo, pues lo que sigue es lo que elaboraron las iglesias, tanto la católica como las protestantes y evangélicas: “No le está dado ver la teología, / la indescifrable Trinidad, los gnósticos, / las catedrales, la navaja de Occam, / la púrpura, la mitra, la liturgia, / la conversión de Guthrum por la espada, / la Inquisición, la sangre de los mártires, / las atroces Cruzadas, Juana de Arco, / el Vaticano que bendice ejércitos”.
Ahora un argentino como Borges dirige el Vaticano. Algunos dicen que también él bendijo los ejércitos durante la dictadura, cuando era provincial de los jesuitas. Otros lo niegan. Parece que sus primeros gestos se encaminan a tratar de recuperar la figura sencilla del Jesús evangélico. No usa oro sino plata en los ornamentos y dice que no habitará en los palacios vaticanos destinados al obispo de Roma. Esos gestos lo acercan a la gente y a lo que quiso ser el cristianismo en sus primeros días. Un ateo puede ver con simpatía esos signos humildes, pero ellos se inscriben —de todas maneras— en una fábula absurda e increíble. Mi madre cree y reza; yo no creo y escribo.
Recuerdo que en Semana Santa estrenábamos zapatos; unos zapatos duros, de cuero casi crudo, comprados en Rionegro, que nos quedaran grandes para que nos duraran, remontados en noviembre, hasta el año siguiente.
Los pies de los niños crecen muy rápido. Recuerdo que, tuviera o no pecados, a los ocho años debía confesarme, pues era necesario empezar pronto a entrenar el cerebro a sentir culpa. Con Dios o sin Dios, con diablo o sin el diablo, la sensación católica de tener una deuda con la vida nos queda para siempre, y apenas se paga a medias con expiación, dolor y sacrificios.
Recuerdo que mi hermana la mayor consiguió novio a los 12 años —y terminó casándose con él— en una procesión de Jueves Santo. Recuerdo penitentes que se azotaban el lomo con zurriagos y que a golpes de rejo les quedaban llagas de verdad en el pellejo; unas rayas rojizas les surcaban la espalda, en una mezcla de ampollas y aguasangre. Recuerdo señores de la parroquia disfrazados de romanos, con sandalias y yelmos. Recuerdo un Jesús rubio, amanerado, a horcajadas en un burro de cerámica. Recuerdo a Judas, oscuro de piel, colgado de un árbol. Recuerdo la obligación de visitar monumentos, oír el sermón eterno de las siete palabras.
Y hoy todo esto lo veo como un ritual lejano, infantil y salvaje. Una fábula extraña de un joven torturado en ritos sanguinarios de colonos romanos. Un muchacho peludo, una especie de hippie que se muere de sed, colgado al sol de una cruz, chorreando sangre, y su madre lo ve, sus amigos lo ven, quienes lo aman lo ven, mientras agoniza. Luego lo entierran debajo de una lápida y dicen que resucita al tercer día, y que está sentado a la derecha del padre. Lo más extraño de todo este relato es que haya cientos de millones de personas que todavía lo crean, y digan que así fue, porque cuatro libros que cuentan versiones distintas de lo mismo, así lo afirman.
Veo a mi madre salir a misa, con su bastón de más que octogenaria, y fervorosamente comerse una hostia que —aseguran— después de unas palabras se ha convertido en el cuerpo y la sangre de Cristo. Ella cree, y con ella millones creen que es verdad este cuento tan raro, y yo no le pregunto ni le discuto nada, pero me maravilla que en una cabeza tan sabia y tan astuta quepa una fábula tan burda y tan inverosímil, algo que nadie le aceptaría al mejor novelista de relatos fantásticos.
En un poema lúcido (Cristo en la cruz), Jorge Luis Borges describe lo que pudo pasar hace dos milenios: “El rostro no es el rostro de las láminas. / Es áspero y judío”. No el nórdico ojiazul y amanerado de las procesiones, sino “la negra barba que pende sobre el pecho” y las facciones semitas. A continuación Borges hace el recuento de lo que todavía no era el cristianismo, pues lo que sigue es lo que elaboraron las iglesias, tanto la católica como las protestantes y evangélicas: “No le está dado ver la teología, / la indescifrable Trinidad, los gnósticos, / las catedrales, la navaja de Occam, / la púrpura, la mitra, la liturgia, / la conversión de Guthrum por la espada, / la Inquisición, la sangre de los mártires, / las atroces Cruzadas, Juana de Arco, / el Vaticano que bendice ejércitos”.
Ahora un argentino como Borges dirige el Vaticano. Algunos dicen que también él bendijo los ejércitos durante la dictadura, cuando era provincial de los jesuitas. Otros lo niegan. Parece que sus primeros gestos se encaminan a tratar de recuperar la figura sencilla del Jesús evangélico. No usa oro sino plata en los ornamentos y dice que no habitará en los palacios vaticanos destinados al obispo de Roma. Esos gestos lo acercan a la gente y a lo que quiso ser el cristianismo en sus primeros días. Un ateo puede ver con simpatía esos signos humildes, pero ellos se inscriben —de todas maneras— en una fábula absurda e increíble. Mi madre cree y reza; yo no creo y escribo.