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Las luchas por el reconocimiento constituyen hoy un debate político y cultural en el que debe prevalecer el cuidado por la dignidad de las identidades de género y orientaciones sexuales diversas pues, como lo hemos expresado, estas luchas son las entrañas de la pedagogía. Honneth (2011) describe el proceso de invisibilización como los marcos cognitivos y subjetivos donde se niega la existencia del otro al no reconocerlo como un ser valioso en sí mismo, de ahí, que la sociedad del desprecio representa un déficit de reconocimiento y por ende una falta de solidaridad y sororidades con la diferencia y las diversidades.
En los contextos escolares y universitarios existe la urgencia por el fortalecimiento de espacios formativos cuidadosos y dignos para las identidades de género y orientaciones sexuales diversas. Ni el aula, ni la institución, pueden constituirse como una extensión del “armario” y mucho menos de violencias y agresiones, como ocurrió con Sergio Urrego, y sigue sucediendo contra estudiantes y profesores(as). Como señala Paul Preciado en su Manifiesto Contrasexual, “inventar una nueva gramática” es un acto necesario para transformar la historia, cuestionar las prácticas, mirar hacia adentro y preguntarse por el quehacer pedagógico en contraposición a la criminalización, estigmatización y marginalización de nuestros contemporáneos.
Hoy nos inquieta y genera estupor leer y escuchar las denuncias de actos de violencias contra estudiantes y profesorxs gays, lesbianas, bisexuales, transgénero, queer, no binaries. No podemos dejar de hacer un llamado a la acción compartida de propender por la construcción de una ética del cuidado entre todxs; y a su vez, en la que la escuela y la universidad, como territorios afectivos, se constituyan en la potencia donde la diferencia y la diversidad se encarnen en experiencias vinculantes y, por ende, sean anclajes de entornos protectores y protegidos.
Lo enseñaron Marsha P. Johnson y Sylvia Rivera en la revuelta de Stonewall, un hito que partió en dos la historia de las luchas por la dignidad de las personas LGBTQ+. Esa quimera que por tanto tiempo se mostró esquiva para todos los cuerpos sentipensantes excluidos, inspiró una manifestación reclamando el reconocimiento de los derechos inherentes a la vida, nunca como un privilegio. En la proclama “a mí nadie me hace callar”, de Marsha P. Johnson, se acuerpa una consigna en defensa de los derechos humanos de las identidades de todas, todos y todes. Ese principio también necesita que resuene en nuestras comunidades educativas.
Hablar de pedagogía en estos escenarios es, inevitablemente, acuerpar dignidad. La pedagogía encarna la necesidad de reivindicar tanto la dignidad propia como la de quienes nos rodean sin discriminación de sexo/género, identidad(es), clase, discapacidad o cualquier otra condición. Creer en la educación es procurar la transformación de entornos y condiciones para posibilitar una existencia plena, para forjar espacios donde se pueda ser, sentir y resistir con libertad y corresponsabilidad.
En este contexto, resulta imprescindible vincular la pedagogía con las luchas por la vida digna, especialmente en espacios formativos y de socialización política y cultural como lo deben ser las instituciones educativas.
Este compromiso ético y pedagógico requiere reflexión colectiva sobre el lugar que ocupan las orientaciones sexuales y las identidades de género no heteronormadas y no hegemónicas, más allá de la Ley 1620 de 2013 de Convivencia Escolar, en los colegios o de los reglamentos estudiantiles en las universidades. Una reflexión que no solamente se inscriba al plano teórico, sino y muy especialmente se haga visible en las prácticas cotidianas de los entornos educativos.
De modo que nos corresponde como educadores(as) reinventar prácticas, relaciones y valores que posibiliten erradicar las violencias patriarcales, homofóbicas, lesbofóbicas, transfóbicas, enebefóbicas y demás expresiones que fisuran el cuerpo colectivo que constituimos como comunidades educativas. Por ello, necesitamos atender la transformación de nuestros propios discursos y acciones hacia cuidar y afirmar las identidades de género diversas, disidentes, no normativas y no hegemónicas. Este es uno de los retos perentorios para el sistema educativo, que debe ser abordado en la preparación del nuevo Plan Decenal de Educación 2026-2036.
En este sentido, hoy tenemos la urgencia de pensar y activar procesos formativos que atiendan la construcción de una justicia afectiva en clave de reconocimientos. Significa y demanda trazar unas hojas de ruta que permitan: i) fortalecer y ampliar las políticas de género y cuidado, ii) orientar una formación en lo sensible, iii) activar espacios donde la hospitalidad y los vínculos emocionales sean parte de la vida universitaria, iv) podamos tramitar los conflictos y las violencias; v) permitirnos habitar en un mismo espacio donde la potenciación de lo común sea un nicho de reciprocidades, resistencias y reparaciones simbólicas y materiales.
Nota: extendemos nuestras felicitaciones a FECODE en sus 65 años de defensa de la educación pública y la dignificación de la profesión docente.