Un Gobierno cívico-militar o un diálogo nacional del cual saldrán muchas babas: esta es la disyuntiva que tenemos y que está por decidirse en estos días.
La primera salida parece inevitable en los momentos de más alta violencia. No hablo de un golpe militar, que no sería necesario, sino de un Gobierno militarizado sin cambiar al presidente Duque.
Esta salida podría tener tres escenarios de creciente intensidad o gravedad: tropas en carreteras y calles para restablecer el orden —y reprimir a los manifestantes— (lo que ya está ocurriendo), retorno a los tiempos más duros del estado de sitio o a los del Estatuto de Seguridad, o un régimen como el de Bordaberry en Uruguay, el de Fujimori en Perú o el de Hussein en Irak (dictaduras cívico-militares que no admiten elecciones).
No creo que lleguemos a este extremo, pero sin duda hay circunstancias, actores y factores poderosos que inclinan al país hacia la mano dura. Primera y principal: el Ejército es la única fuerza organizada y capaz de restablecer el orden público o de tomarse el poder en Colombia. No las disidencias de las Farc, ni el Eln, ni Maduro, ni los Comunes, ni los narcos, ni ninguno de los conspiradores que dice Uribe con su idiotez de la “revolución molecular disipada”.
Esa idiotez descubre, sin embargo, el segundo factor que inclina la balanza hacia la mano dura: Álvaro Uribe, que ya estaba acabado porque las Farc se acabaron hace tiempo, puede resucitar ahora como símbolo del orden (esta vez en las ciudades) y ya comienza a ejercer un gobierno paralelo que, por ejemplo, habla directamente con los mandos militares.
Y me falta la razón definitiva: la mayoría silenciosa del país —las gentes que trabajan, las que utilizan buses, los comerciantes, las familias vecinas—, sin hablar de los ricos ni los gremios, está desesperada con las pedreas, los incendios y trancones. Ellos reclaman orden. Y en Colombia hay una sola fuerza que es capaz de imponerlo.
Del otro lado están los jóvenes que sueñan con un mundo mejor, las multitudes que con razón protestan, las mil tensiones sociales y regionales que desató la estupidez de aumentar los impuestos, la buena voluntad más el oportunismo de los políticos que llaman al acuerdo, y la experiencia probada de Colombia ante las crisis sociales: un “diálogo nacional” donde hable mucha gente y que tarde varios meses hasta acordar las pequeñas concesiones que de veras son factibles, más otras incumplibles que pasarán como papas calientes al Gobierno que sigue.
Igual que usted, yo quisiera una salida mejor. Pero ese no es el país que hemos construido.
Para ahondar en los antecedentes y factores que subyacen a esta crisis, les invito a mi libro Entre la Independencia y la pandemia. Colombia, 1810 a 2020.
* Director de la revista digital “Razón Pública”.
Un Gobierno cívico-militar o un diálogo nacional del cual saldrán muchas babas: esta es la disyuntiva que tenemos y que está por decidirse en estos días.
La primera salida parece inevitable en los momentos de más alta violencia. No hablo de un golpe militar, que no sería necesario, sino de un Gobierno militarizado sin cambiar al presidente Duque.
Esta salida podría tener tres escenarios de creciente intensidad o gravedad: tropas en carreteras y calles para restablecer el orden —y reprimir a los manifestantes— (lo que ya está ocurriendo), retorno a los tiempos más duros del estado de sitio o a los del Estatuto de Seguridad, o un régimen como el de Bordaberry en Uruguay, el de Fujimori en Perú o el de Hussein en Irak (dictaduras cívico-militares que no admiten elecciones).
No creo que lleguemos a este extremo, pero sin duda hay circunstancias, actores y factores poderosos que inclinan al país hacia la mano dura. Primera y principal: el Ejército es la única fuerza organizada y capaz de restablecer el orden público o de tomarse el poder en Colombia. No las disidencias de las Farc, ni el Eln, ni Maduro, ni los Comunes, ni los narcos, ni ninguno de los conspiradores que dice Uribe con su idiotez de la “revolución molecular disipada”.
Esa idiotez descubre, sin embargo, el segundo factor que inclina la balanza hacia la mano dura: Álvaro Uribe, que ya estaba acabado porque las Farc se acabaron hace tiempo, puede resucitar ahora como símbolo del orden (esta vez en las ciudades) y ya comienza a ejercer un gobierno paralelo que, por ejemplo, habla directamente con los mandos militares.
Y me falta la razón definitiva: la mayoría silenciosa del país —las gentes que trabajan, las que utilizan buses, los comerciantes, las familias vecinas—, sin hablar de los ricos ni los gremios, está desesperada con las pedreas, los incendios y trancones. Ellos reclaman orden. Y en Colombia hay una sola fuerza que es capaz de imponerlo.
Del otro lado están los jóvenes que sueñan con un mundo mejor, las multitudes que con razón protestan, las mil tensiones sociales y regionales que desató la estupidez de aumentar los impuestos, la buena voluntad más el oportunismo de los políticos que llaman al acuerdo, y la experiencia probada de Colombia ante las crisis sociales: un “diálogo nacional” donde hable mucha gente y que tarde varios meses hasta acordar las pequeñas concesiones que de veras son factibles, más otras incumplibles que pasarán como papas calientes al Gobierno que sigue.
Igual que usted, yo quisiera una salida mejor. Pero ese no es el país que hemos construido.
Para ahondar en los antecedentes y factores que subyacen a esta crisis, les invito a mi libro Entre la Independencia y la pandemia. Colombia, 1810 a 2020.
* Director de la revista digital “Razón Pública”.