El derecho a la vida es un derecho absoluto, y sin embargo no lo es en realidad.
En su sentencia C-355 de 2006, la Corte Constitucional decidió despenalizar el aborto cuando el feto sea inviable, el embarazo sea fruto de una violación o ponga en riesgo la vida o la salud de la madre. La Corte basó su decisión —y otros 16 fallos que la han ratificado desde entonces— en los derechos a la intimidad, la libertad de conciencia, el desarrollo de la personalidad y la decisión de la pareja sobre el número de hijos.
Ahora una abogada cristiana pide que se eliminen esas tres causales y el artículo del Código Civil según el cual “la vida humana comienza en el momento de nacer”. Sus demandas se basan en los daños sociales que produce el aborto, comparables incluso a un “genocidio”, y jurídicamente en el artículo 11 de la Constitución que dice: “El derecho a la vida es inviolable”.
Estamos pues ante una pregunta que nadie puede responder: ¿cuándo comienza la vida?, ante dos éticas válidas pero inconciliables sobre los límites del derecho a la vida y ante una Constitución que se puede interpretar de dos maneras. ¿Un problema insoluble?
Primero hay que notar que, para los cristianos, la vida no es un derecho absoluto: los mártires renunciaron a él porque primero estaba la afirmación de su fe. Al mismo tiempo, los cristianos están obligados ante Dios y su conciencia a evitar el aborto en todas las circunstancias y tienen pleno derecho a pedir que el Estado lo prohíba.
Del otro lado, hay que notar que los defensores del aborto no defienden el aborto sino el derecho de la mujer, en circunstancias excepcionales (el caso de Colombia) o según su voluntad (en Dinamarca o en China). A este derecho personal se le suman dos grandes costos sociales. El costo del embarazo prematuro, de la reproducción de la pobreza, de los niños no deseados y, según estudios serios, de su mayor propensión a la criminalidad. Y el costo de penalizar el aborto, de que muchísimas mujeres tengan que acudir a clínicas o a comadronas tenebrosas, mientras que las más ricas pagan su cirugía en el exterior.
La discusión sobre el aborto es entonces un problema perenne de la ética, uno de esos asuntos que no tienen solución única ni definitiva. Lo que sabemos es que ambos bandos tienen razones morales, jurídicas y sociales sólidas y respetables; como también sabemos que cada Estado tiene que legislar en una u otra dirección.
Y en este punto, precisamente, se encuentra la solución. Los cristianos y otras muchas personas consideran que el aborto es un asesinato, pero “asesinato” es una categoría legal, un delito o conducta que el Estado identifica, tipifica y castiga —o no castiga— según su potestad. Los creyentes están obligados ante Dios y su conciencia a evitar el aborto, pero el Estado no tiene obligación de imponer ese mandato sobre todas las personas, creyentes o no creyentes.
Lo anterior significa que en una democracia todos tenemos el derecho a disentir, que nadie tiene el derecho de llamar “asesinato” (ni mucho menos “genocidio”) a lo que no lo es y que tanto creyentes como no creyentes estamos obligados a acatar con lealtad las decisiones del Estado de derecho.
También esto significa que si la Constitución no prohibió ni permitió el aborto, sea el Congreso y no la Corte quien tome la decisión sobre un asunto que es, de veras, fundamental y también es, de veras, genuinamente político.
* Director de la revista digital “Razón Pública”.
El derecho a la vida es un derecho absoluto, y sin embargo no lo es en realidad.
En su sentencia C-355 de 2006, la Corte Constitucional decidió despenalizar el aborto cuando el feto sea inviable, el embarazo sea fruto de una violación o ponga en riesgo la vida o la salud de la madre. La Corte basó su decisión —y otros 16 fallos que la han ratificado desde entonces— en los derechos a la intimidad, la libertad de conciencia, el desarrollo de la personalidad y la decisión de la pareja sobre el número de hijos.
Ahora una abogada cristiana pide que se eliminen esas tres causales y el artículo del Código Civil según el cual “la vida humana comienza en el momento de nacer”. Sus demandas se basan en los daños sociales que produce el aborto, comparables incluso a un “genocidio”, y jurídicamente en el artículo 11 de la Constitución que dice: “El derecho a la vida es inviolable”.
Estamos pues ante una pregunta que nadie puede responder: ¿cuándo comienza la vida?, ante dos éticas válidas pero inconciliables sobre los límites del derecho a la vida y ante una Constitución que se puede interpretar de dos maneras. ¿Un problema insoluble?
Primero hay que notar que, para los cristianos, la vida no es un derecho absoluto: los mártires renunciaron a él porque primero estaba la afirmación de su fe. Al mismo tiempo, los cristianos están obligados ante Dios y su conciencia a evitar el aborto en todas las circunstancias y tienen pleno derecho a pedir que el Estado lo prohíba.
Del otro lado, hay que notar que los defensores del aborto no defienden el aborto sino el derecho de la mujer, en circunstancias excepcionales (el caso de Colombia) o según su voluntad (en Dinamarca o en China). A este derecho personal se le suman dos grandes costos sociales. El costo del embarazo prematuro, de la reproducción de la pobreza, de los niños no deseados y, según estudios serios, de su mayor propensión a la criminalidad. Y el costo de penalizar el aborto, de que muchísimas mujeres tengan que acudir a clínicas o a comadronas tenebrosas, mientras que las más ricas pagan su cirugía en el exterior.
La discusión sobre el aborto es entonces un problema perenne de la ética, uno de esos asuntos que no tienen solución única ni definitiva. Lo que sabemos es que ambos bandos tienen razones morales, jurídicas y sociales sólidas y respetables; como también sabemos que cada Estado tiene que legislar en una u otra dirección.
Y en este punto, precisamente, se encuentra la solución. Los cristianos y otras muchas personas consideran que el aborto es un asesinato, pero “asesinato” es una categoría legal, un delito o conducta que el Estado identifica, tipifica y castiga —o no castiga— según su potestad. Los creyentes están obligados ante Dios y su conciencia a evitar el aborto, pero el Estado no tiene obligación de imponer ese mandato sobre todas las personas, creyentes o no creyentes.
Lo anterior significa que en una democracia todos tenemos el derecho a disentir, que nadie tiene el derecho de llamar “asesinato” (ni mucho menos “genocidio”) a lo que no lo es y que tanto creyentes como no creyentes estamos obligados a acatar con lealtad las decisiones del Estado de derecho.
También esto significa que si la Constitución no prohibió ni permitió el aborto, sea el Congreso y no la Corte quien tome la decisión sobre un asunto que es, de veras, fundamental y también es, de veras, genuinamente político.
* Director de la revista digital “Razón Pública”.