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El mundo se ha aprovechado de los Estados Unidos.
Por extraña que suene la idea, esta es la única constante que se puede rastrear en el pensamiento de Donald Trump desde el comienzo de su vida pública.
La idea suena extraña porque Estados Unidos ha sido el gran ganador de la hiperglobalización de las últimas décadas. Desde Google, Microsoft y Meta hasta Pfizer y Merck, pasando por ExxonMobil y Chevron, Amazon y Walmart, Tesla y General Motors, Intel y NVIDIA, Morgan y Citigroup, los gigantes norteamericanos dominan en prácticamente todas las industrias y servicios de alta tecnología.
Pero aquí empieza el problema. Estas industrias emplean a personas educadas, a la clase media alta que sin duda se ha expandido y prosperado gracias al orden global, que a su vez fue diseñado y sostenido por Estados Unidos. Este orden, en cambio, perjudica a la clase media baja, granjeros y trabajadores de las viejas industrias manufactureras que fueron para China o para México: la participación del país en estas industrias básicas ha caído del 50 % al 15 % en el mismo medio siglo.
Esta es la crisis profunda de los Estados Unidos, la brecha que divide a ese país en dos mitades irreconciliables, la que convierte cada ciclo electoral en un evento dramático. La brecha que captó Trump y explica sus palabras y sus actos, el apoyo rabioso que recibe y la rabiosa oposición que enfrenta.
“America great again” (recuperar la grandeza americana) es el perfecto resumen de este proyecto político. Es un nacionalismo vengativo —ya no un simple patriotismo— que culpa a los extranjeros de los males que padece “la nación”. Guardadas las proporciones —que ojalá sean inmensas—, este ha sido el discurso del fascismo en situaciones y países tan distintos como Alemania, Italia o Japón en la década de 1930, Rusia o China en nuestros días, las dictaduras anticomunistas de América Latina, o los gobiernos de derecha extrema que se asoman en Europa.
Esos fascismos comparten otras dos ideas. La idea de la pureza de la sangre, de que los extranjeros “contaminan” la nación; es lo que Trump ha dicho en relación con los once millones de personas que promete deportar. Y la idea del “hombre fuerte”, el caudillo que vino a rescatarnos y que por eso necesita concentrar los poderes; con mayoría en el Congreso y en la Corte, esta será la pregunta del millón: ¿será que el Estado de derecho y las instituciones de la primera democracia del mundo resisten el embate del fascismo?
El nacionalismo agresivo significa que Estados Unidos dejará de sostener el orden multilateral que subyace a la globalización. No dejará que Europa se siga aprovechando de su gasto militar, no dejará que América Latina siga exportando a los que no puede alimentar, no dejará que China le quite sus tecnologías, cerrará sus mercados con altos aranceles, no acudirá a la ONU ni acatará los tratados ambientales.
Será un mundo de cada quien por su cuenta, donde los poderosos tienen tanto que ganar… donde nosotros tenemos tanto que perder.
* Director de la revista digital ‘Razón Pública’.